La Casa Blanca tiene un ministro fantasma: el secretario de Estado, Rex Tillerson, peso pesado de la política mundial, pero cuyo perfil es tan difuso que a veces roza la invisibilidad.
No contesta preguntas de periodistas, no se sabe qué piensa de algunos temas calientes y en destacadas visitas oficiales (Japón, Israel y Canadá) ni siquiera ha aparecido.
Para muchos, ha sido aplastado por la maquinaria de la Casa Blanca, como demostraría el recorte del 37% de su presupuesto o el rechazo presidencial a su candidato a vicesecretario. Otros aseguran que, en el carrusel de la Administración Trump, es simplemente prudente y aguarda su momento.
“No se sabe cuál es su postura en muchos grandes temas, y aún se está a la espera de que se dé a conocer. Hay bastante desconcierto en el Departamento de Estado”, dice una fuente diplomática europea.
Pocas veces había ocurrido. El secretario de Estado es por definición uno de los hombres fuertes del Presidente. George Marshall, Henry Kissinger, Madeleine Albright o Hillary Clinton han formado parte de esta constelación.
El caso de Tillerson, de 64 años, ha tomado, de momento, otro derrotero.
“Si los mensajes de Trump son confusos, los de Tillerson son prácticamente inexistentes”, escribió en The New York Times la analista Carol Giacomo. ¿Ha sido marginado el Departamento de Estado?, se preguntaba hace dos semanas en The Washington Post.
A diferencia de la mayoría de sus antecesores, Tillerson procede del mundo empresarial. Por 41 años trabajó para la petrolera Exxon Mobil y su destino declarado era retirarse este año a disfrutar de su rancho en Texas.
Nadie pensaba en él para un cargo de máxima responsabilidad, hasta que Trump hizo la oferta. Él mismo dudó, pero fue su esposa quien, según su relato, le despejó las brumas.
“Por 41 años has estado en un programa de entrenamiento para este puesto”, le dijo.
Su nombramiento fue bien recibido. Hombre templado, negociador hábil y acostumbrado a proyectos a largo plazo, su personalidad rompía con las estridencias de asesores más belicosos de Trump. Nada que ver con el estratega jefe, Steve Bannon, o el ya defenestrado consejero de seguridad nacional, Michael Flynn.
Frente a este núcleo islamófobo y radical, se pensó que su llegada daría sentido común a la política exterior de EU. Pero tras 50 días de la era Trump, los resultados son parcos y su presencia casi nula.
Las razones de esta desaparición son desconocidas. Hay quienes piensan que simplemente ha sido ensombrecido por el vendaval Trump.
Silencioso y poco dado a la ostentación, Tillerson habría quedado opacado por las ráfagas de tuits, declaraciones intempestivas y gestos que convierten la Casa Blanca en un bombo ruidoso e impreciso.
Otros analistas indican que se le ha orillado conscientemente y que, sin habilidad para la lucha palaciega, ha quedado fuera de juego.
Como prueba de ello, aportan dos hechos contundentes: el recorte del 37% del presupuesto de su departamento a favor del gasto militar; y su derrota ante su nombramiento del veterano diplomático Elliott Abrams, para su vicesecretaría, al descubrirse que criticó a Trump durante la campaña electoral.
En este tira y afloja, su aversión a la prensa le ha ayudado bien poco. No sólo retiró por casi mes y medio las tradicionales reuniones diarias con los medios, sino que se ha destacado por no responder preguntas de periodistas e incluso ha decidido realizar viajes estratégicos, como a Japón, Corea de Sur y China.
Aún más llamativa fue su ausencia de las visitas de los jefes de Gobierno de Japón, Israel y Canadá; y su escaso perfil en asuntos tan espinosos como las negociaciones con México.