Hay armas. En la vida colombiana hay armas: policías muy pertrechados en las calles, custodios en edificios públicos y privados, retenes del ejército cada pocos kilómetros de ruta. Hay armas: por todas partes, salvo en los campamentos de normalización.

—¿Qué va a ser de nosotros, ahora, sin las armas? Yo no sé. ¿Usted sabe?

En el departamento del Cauca, suroeste del país, entre montañas verdes, yace una de las 26 zonas en las que siete mil excombatientes de las FARC avanzan hacia la vida civil a paso casi vivo. Ahí, como en cada campamento, los ‘ex’ acaban de completar la entrega de sus armas a la ONU: miles de fusiles, pistolas, granadas, morteros y minas que un día serán metal fundido, monumentos. Y ahora los ‘ex’ se sienten raros, no se hallan.

—Para muchos de nosotros el arma era como la esposa. Yo conozco a varios que lloraron cuando tuvieron que entregarla.

Dice Daniel, y se ríe. Daniel es un Tintín moreno: bajo, robusto, cara ancha, la mirada sonriente. Daniel —por su seguridad, en esta historia no habrá apellidos— se fue a la guerrilla a sus 16: tenía una novia, problemas con el padre de la novia, un hermano guerrillero y prefirió ese escape. Fue hace casi dos décadas: en ese tiempo peleó combates, caminó muchas selvas; le sacaron una bala de la espalda y le dejaron una en el brazo derecho. En ese tiempo su hermano murió en combate, su novia en una emboscada, amigos y compañeros en encuentros, ataques, delaciones.

—Lo que te da fuerza es cuando ves que al lado mataron a tu compañero. Ahí se te calienta la sangre, quieres echarles bala a todos, no te importa más nada.

—¿Qué extrañas de esos años?

—Nada. La guerra es pura mierda, nada para extrañar. A estas horas, cuando estábamos allá, era la hora en que empezaban a caer las bombas.

—¿Y ahora en cambio duermes tranquilo?

—No. El que estuvo en una guerra nunca va a dormir tranquilo. Y si sigues teniendo un enemigo, menos.

La jornada

 

Son las cinco menos diez; en la noche cerrada suenan silbatos. Intentan despertarnos: los últimos remolones se levantan, corren para empezar el día. Los silbatos siguen y los ladridos y alguna radio con reguetón. Dan las cinco: en un playón de cemento con su techo de lata, al lado de la cocina grande y casi vacía, 25 hombres y 5 mujeres se forman en tres filas. Los ex guerrilleros ya no usan uniformes; ahora llevan bluyín o chandal, camisetas de colores y un abrigo. Daniel, al frente, les reparte las tareas del día. Ninguno de los formados tiene más de 30 años y casi todos son bajos y cobrizos: indígenas nasa, los más nutridos en el sur de Colombia. Los rondan siete u ocho perros, tres o cuatro niños. Por todos lados, hay niños, perros, moscas.

—¡Escuadra, retirarse!

Grita Daniel y todos se dispersan. Le pregunto para qué forman.

—Todo ejército tiene que tener sus normas y su disciplina.

Me dice, y que el que no se presenta recibe sanción: lo ponen limpiar baños o demás.

—Pero ustedes ya no son un ejército.

—Lo que no somos es armados, pero tenemos que mantener el mismo orden. Como un ejército pero sin las armas.

Algunos debaten el futuro:

—¿Y si este Santos se arrepiente de la paz?

—No puede, camarada. ¿No ve que a él ya le dieron el premio ese, el Gallardete de la Paz?

—El Estado es traidor, siempre fue traidor. Espero que los comandantes no se hayan equivocado con creerles.

Lo que cuesta la paz

 

—Lo mejor de la paz es haber detenido la matanza: siempre mueren los pobres. ¿O usted vio que muchos ricos se murieran en la guerra? Los soldados, nosotros, los campesinos, somos todos pobres. Pero si la guerra costó muchos muertos, la paz también está costando. Han matado gente de nosotros, líderes sociales: la paz ya nos ha costado casi cien muertos en este año.

Mireya, una de las delegadas ante el Mecanismo de Paz en la región, está preocupada:

—Sí, estoy, porque nosotros ya les entregamos lo que ellos más querían, que eran las armas, y ellos todavía no han organizado las garantías de seguridad para nosotros. La amenaza se completa con las elecciones de 2018: el uribismo podría recuperar la presidencia y ya dijo que pretende deshacer los acuerdos. “El primer desafío del Centro Democrático será el de volver trizas ese maldito papel que llaman el Acuerdo Final con las Farc”, dijo hace unos días su presidente vitalicio, Fernando Londoño, un exministro de Uribe condenado dos veces por corrupción.

El Purgatorio en la Tierra

 

La Zona Veredal Transitoria de Los Monos está compuesta por varias filas de barracas cuadradas cuarteleras de techos de plástico y paredes de cartón, algunas terminadas, otras no, en la ladera de una colina entre montañas. El Estado había prometido construirlas; no lo hacía y todo se iba retrasando, así que los guerrilleros decidieron levantarlas con los materiales que el gobierno les manda. Cada barraca está dividida en cuatro cuartos independientes: el suelo de cemento, una cama y su mosquitero verde, un armario de lata, una silla de plástico blanco, alguna tela en la ventana para hacer cortina. Cada cuarto está cerrado con su llave: será que no confían.

—Aquí estamos, esperando.

Dirá Xiomara, la dueña de Luna, la perra más temida, una rotweiler.

—Antes la vida era que llegábamos a un campamento y había que hacer la rancha, el bañadero, y después ir a estudiar y después volver a salir, ir a pelear, marchar para acá, para allá, pasar cordilleras. Era duro pero siempre estábamos haciendo algo. Ahora estamos quietos, esperando.

En la tradición católica, el Purgatorio es un espacio donde los muertos esperan que se laven sus pecados para llegar al cielo. Aquí, ahora, unos 200 exguerrilleros llevan meses de espera.

—Si ya no son guerrilleros, ¿qué son?

—Militantes, como siempre, revolucionarios.

Aquí había, al principio, 438 exguerrilleros y milicianos de la Columna Móvil Jacobo Arenas, una de las más temidas de las FARC. Pero más de la mitad no está: algunos guerrilleros se han ido a Bogotá a hacer un curso para convertirse en guardaespaldas, una salida posible. Y los milicianos, que, a diferencia de los guerrilleros, seguían en sus casas y militaban clandestinos, tuvieron que hacerse cargo de sus familias y están trabajando en la cosecha de café o lo que encuentren. 

El almuerzo es a las once y media: arroz con fideos cortos, aguacate, yuca, huevos. Los ‘ex’ se acercan en grupitos, llenan sus cazos, conversan, las voces bajas, la expresión cansina. Llevan años en una organización que se ocupaba de sus necesidades; ahora no saben cómo van a conseguir sus cosas. Tampoco saben qué va a ser de ellos.

—Antes vivíamos mejor porque la organización y la dirigencia respondían por los derechos de todos. Nos daban la ropa, la comida, la salud, nos garantizaban todo. Ahora tenemos que ser ciudadanos comunes y corrientes, pasar las necesidades que pasa la gente y ganar nuestro dinero.

Me dice Marcela, y que la disciplina era férrea pero vivían mejor:

–Uno vivía más sano allá en la selva, más flaco, más capaz, con todo ese entrenamiento y esos esfuerzos que uno hacía. Estaba mejor, física y mentalmente. Ahora no entrenamos, no hacemos más nada.

Dice, y que con esto de la paz ya aumentó casi diez kilos. 

Días de combate

 

En la paz hay noches que Xiomara no consigue dormir: estar entre paredes la confunde. Cuando la guerra era la regla, sí que podía dormir la noche antes de un combate:

—Ir al combate no es tan duro, porque uno ya tiene la preparación psicológica, ya está acostumbrado. Lo que sí le da es ese temor de ver a su compañero morir, eso es duro, habíamos salido todos juntos y pensábamos regresar todos juntos…

—¿Y no te daba miedo que te mataran?

—A veces sí. Pero cuando uno va al combate no le da tanto miedo; lo que da más miedo es cuando lo cogen de sorpresa, una emboscada, un bombardeo. Ahí sí da miedo, cuando vienen esos helicópteros volando bajito y uno alcanza a ver al que ametralla ahí sentado y le tira esas ráfagas de 0,50 que si lo agarra lo destroza y uno piensa bueno hasta aquí llegó mi vida… Es como en las películas. A mí algún día me gustaría hacer una película de toda la vida guerrillera. Es un sueño que tengo, un anhelo.

—Y cuando ves una película de guerra, ¿se parece a lo que es estar en una guerra de verdad?

—Sí, se parece. Algunas, por ejemplo, de la guerra ahí en Vietnam se le parecen mucho, dice Xiomara, y cuenta cuánto le gustaba el AK-47 con cinco cargadores que tuvo que entregar a esos tipos de la ONU.

Marcela cuenta que su padre, un militante comunista, le decía que ni soñara con irse a la guerrilla, que eso “no es para muchos y es para machos”. Marcela lleva 31 años en las Farc y ahora ha cambiado el uniforme por camisetas rosas ajustadas, las uñas rosa nacarado, los aros gordos y los dientes tan blancos, pero la gorra militar. Marcela se fue al monte convencida de que en cinco años ganaban la guerra y se volvía a su casa; fue a mediados de los años ochenta.

Afirma que las FARC siempre se preocuparon por la igualdad entre hombres y mujeres y, sobre todo, que no hubiera abusos.

—Nosotros no permitimos esas cosas. Es muy complicado: venimos de una sociedad patriarcal, marcadamente machista, pero en nuestra organización siempre tuvimos mucho cuidado con esas cosas. Yo, como mujer, no puedo tolerar que a una chica la violen. Hubo casos hace años, y el chico… se fusilaba, y ya.

Nuestra única
arma es la palabra

 

El eslogan, ahora, campea en todos los carteles: “Nuestra única arma es la palabra”, dicen, para decir que ya no usarán las que solían. Y que, de ahora en más, buscarán formas distintas de conseguir las mismas metas.

—Las armas nunca fueron lo más importante. Eran una herramienta, una manera…

El discurso parece unificado, que las armas eran un medio que no tuvieron más remedio que usar —ante las violencias del Estado— para seguir buscando la transformación del sistema, porque ellos nunca dejaron de ser comunistas guiados por Marx, Lenin y el pensamiento bolivariano, y que para conseguirla hay otros medios y que eso es lo que están trabajando ahora.

Y saben que dejar las armas les restará poder, presión, presencia, pero esperan que les dé la posibilidad de buscar alianzas mucho más amplias, de llegar a sectores y personas que repudiaban su violencia. Pero que para eso, dicen, es necesario que se democratice el acceso a la política, que sirva para buscar la justicia, la equidad, la tolerancia. Y que van a hacer un gran congreso en agosto para discutir y definir lo que harán de ahora en más. Y que realmente funcionan por consenso y no por imposiciones de los jefes.

Las FARC no solo dejaron las armas; también perdieron peso en esos territorios donde tenían una presencia fuerte gracias a esas armas. Y muchos habitantes se quejan de que ahora hay más delincuentes, más matanzas, más “paracos”.

—Nosotros los ayudábamos a mantener el orden. Ahora lo tendría que hacer el gobierno, en los acuerdos se comprometieron a eso. Pero cómo vamos a creer que el gobierno nos va a cuidar si siempre nos maltrataron, si siempre maltrataron a los pobres…

El acuerdo de paz también prevé medidas sociales, económicas, políticas. Una de las más notorias es la erradicación de los cultivos de coca: en muchos casos funcionaban en zonas controladas por las FARC, que ganaban mucha plata cobrando un “impuesto” a los narcotraficantes. El Estado quiere eliminarlos, para eso sus agentes ordenan a los campesinos que se deshagan de sus matas y les prometen, a cambio, plata para empezar otros cultivos. Pero el dinero no llega: los campesinos se están quedando sin mata ni plata, y se alborotan.

Reinserción social

La mayoría de los guerrilleros son pobres, o sea que hay que garantizarles el trabajo, la educación, la vivienda, la salud, la recreación para evitar la deserción hacia otros grupos armados.

Ahí está el interés de las FARC: demostrar que pueden crear un modelo social y económico diferente que funcione y, mantener a sus hombres organizados trabajando.

Para eso se constituyó en Bogotá una empresa que se llama Ecomún, donde cada guerrillero va a recibir ocho millones de pesos —unos 2,500 dólares— para empezar su nueva vida. Muchos han aceptado la propuesta de las FARC de poner el dinero en común y usarlo para lanzar una serie de emprendimientos más o menos cooperativos, así, serían socios y empleados de la empresa, que les aseguraría su supervivencia, su salud, una vivienda.  

Hay, ahora, siete mil soldados menos; hay, ahora, siete mil ex soldados que no saben qué va a ser de sus vidas: que ni siquiera están seguros de que su guerra se haya terminado. Hay, alrededor, millones y millones que lo esperan. La paz, a veces, es una guerra más confusa.

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