Por Humberto Aguinaga Palencia
Ante todo Humberto era un sembrador, un sembrador de amistad. Durante más de cincuenta años comió los jueves fuera de casa, con sus amigos, los sembradores de amistad.
Mucho más allá de la pertenencia a un club social, para él era un estilo de vida. Con ese enorme corazón que tenía, a pesar de su carácter retraído y silencioso, le encantaba hacer amigos y ahondar en las viejas amistades, las de toda la vida.
Fue hijo y hermano excepcional. Trabajando desde los catorce años sacó adelante a su familia. Fue un marido siempre enamorado de su mujer, de quien se hizo novio cuando ella tenía doce años: La Chata, mejor conocida como La Chata Aguinaga. Setenta y dos años duró su matrimonio. Fue un padre y abuelo maravilloso.
Humberto nació en Matehuala pero su familia radicaba en El Cedral, descendiente legendaria del Real de Catorce. Corría el año 1930. Su padre, Sebastián —con unos ojos azules cual mosaicos— descendía de una de las casas mineras mejor acomodadas de la comarca.
Siendo joven lo enviaron a San Antonio, donde aprendió inglés. Regresó con una motocicleta que desarmó para hacer un avión. Siempre inquieto, se casó y tuvo tres hijos, Humberto era el de enmedio. Cuando a Sebastián le quedó chico el pueblo, se los llevó a la Ciudad de México. Ahí se bifurcó el camino y Humberto quedó a cargo del hogar.
Comenzó a trabajar de office boy con unos suecos, en la representación de los rodamientos SKF para el Golfo y Caribe.
Luego pasó a ser chalán en el cuarto de herramientas de la planta de manufactura de Ford, llevando y trayendo llaves de tuercas a la línea de ensamble. Así comenzó una carrera dentro de Ford que duró más de cuatro décadas.
Después lo pusieron a ajustar cofres y en un momento dado dio el brinco al área administrativa. Fue entonces cuando se casó con el amor de su vida. Juntos fueron ascendiendo.
Él comenzó a viajar como gerente de zona, supervisando a los gerentes de cada agencia. Conoció toda la república, no le faltó ni un estado. Luego llegó a hacerse cargo de la venta de unidades a diplomáticos y a ser gerente de distribución, el departamento que asignaba las cuotas que cada concesionaria tenía que vender.
En esa época tuvo dos hijos, Humberto Jaime y Verónica. Ellos tenían seis y ocho años cuando el propietario de la agencia Ford de León le ofreció la gerencia general. En un viaje de exploración él y la Chata se dieron cuenta de que venir a vivir a León iba a ser el paso más trascendental de sus vidas. Y así fue. Tomaron la decisión y se mudaron.
Se enamoraron de la ciudad y aquí murieron. Participaron en cuanto comité y consejo pudieron, intentando retribuir a León un poco de lo tanto que les dio.
Cuando terminó para Humberto su ciclo en Ford, fue director de Servicios Administrativos del Gobierno del Estado. Le tocó el inicio del Festival Cervantino. Su personal montaba y desmontaba foros y templetes. Él entregó algunos de los reconocimientos de participación.
A continuación trabajó en Zonura. Fue gerente del Castillo de Santa Cecilia. En las charlas de sobremesa le gustaba recordar que ahí conoció a los reyes de España, Juan Carlos y Sofía; a Leonard Bernstein y Yehudi Menuhin, entre otros grandes artistas y personalidades.
Posteriormente entró a trabajar a Viguetas y Productos de Concreto. Pasó por varios puestos pero lo que más le gustaba era dirigir las grúas en los montajes de las enormes trabes preesforzadas, que la compañía colocaba en puentes vehiculares y grandes naves industriales. Su sueño era ser arquitecto. La vida no le dio esa oportunidad.
Durante más de una década, cada año o dos, iba de retiro a Maranatha, cerca de Valle de Bravo, a hacer ejercicios espirituales en silencio. Murió el 23 de septiembre del 2024, a sus noventa y cuatro años. Tuvo el privilegio de conocer y ver crecer a sus tres nietos y a sus seis bisnietos.
Marina, su nieta menor —gran viajera, igual que él— recuerda que anduviera donde anduviera le llamaba por teléfono y él estaba enterado del clima, las noticias y la historia de aquel lugar.
Beto, su nieto mayor, recuerda que pasaba muchos fines de semana en su casa y el abuelo se hacía pasar por un duende que le traía juguetes y los escondía debajo de la cama.
Ana Brisa, la de enmedio, lo recuerda manejando al amanecer porque se la llevaba a Vallarta y salían muy temprano. Su abuelo tenía allí un departamento de tiempo compartido al que iba con pertinaz insistencia y que selló el destino marinero de toda la familia, incluidos sus bisnietos. Descanse en paz, Humberto Aguinaga Villanueva.