Las personas caminan de un lado a otro como hormigas confundidas. La mayor parte de ellas se ven ensimismadas, acaloradas, aburridas. El sol se escurre silencioso entre las baldosas y algunos pajarillos revolotean alrededor de un charco. Un grupo de briagos parlotea melancólicamente bajo la sombra de un pino. Es un día diáfano. Rojo. Brillante. Un día como cualquier otro. Nada pasa. Todo pasa. Igual que en un sueño.
De un momento a otro aparece una graciosa silueta en una de las esquinas de la plaza. Es un tipo de edad indefinida. Podría tener veinte o podría tener cuarenta. En realidad parece un naufrago. O un Neanderthal. O un sobreviviente de los Andes. O el mítico Big foot. Lleva una alborotada cabellera leonina, de pelos rubios, tiesos, grasientos. Tez color camarón llena con costras de mugre. Una espesa barba pelirroja. Viste una camisa beige y varios collares de conchas marinas. Un pantalón hecho jirones, harapiento, amarrado a la cintura con un mecate. Con sus largas uñas mugrientas rasguña las cuerdas de una extraña guitarra improvisada. Se aproxima dando grandes zancadas de orangután desgarbado y suelta una sonora risotada.
Llega frente a mí. Noto que en su barba cuelgan algunos trozos de sopa instantánea. Sonríe y me tiende amistosamente su mano.
Hermano. Hermano piel roja. Cómo estar. Estar muy bien. Yo también. Gracias por preguntar. O por no preguntar. Es lo mismo. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Tomé tres cocacolas y me siento alucinado. Vengo caminando no sé desde qué pinche aldea. Me siento bien puesto. Ni que fuera peyote. Hikuri. Oh. Cómo estás tú, carnalito. Oh. Oh. Eso es chido. Yo voy regresando a México. Allí está mi banda. Mi morra: Cihuatl. Es chilanga. Banda. Ha, ha. Vamos a ir a tocar a Teotihuacan. Que qué hago aquí. No sé. Igual que tú. Nada. Comer helados. Pasear sin ningún motivo. Cantar. Ver las nubes. Cuánta belleza. Cuánta belleza. Mi nombre es Dan. Pero me dicen Vikingo. Me pusieron así en DF. Ya sabes, en México hay dos o tres nombres para cada persona. Nací en Frankfurt. Un poco aburrido. Edificios bonitos. Calles limpias. Gente civilizada. Intelectual. Universidad. Feria de libro. ¡Buaahh! Es cansado. Pero aquí está bien. No entiendo nada. Canto canciones que nadie entiende. Ni yo entiendo. ¡Ah! Pongo mi sombrero, y arrojan unos quetzales. Como algunos frijoles, tortillas, chuchos, atole. Me enfermo del estómago. Me pongo bien borracho. Vomito. Me salen piojos. Rasco la cabeza hasta sacar sangre. Al otro día amanezco podrido. Y me río.
Se despide. Comienza a caminar en dirección a los borrachos melancólicos, que le gritan palabras en inglés. Toca su guitarra. Se levantan de un brinco y dan pequeños saltos de simio alrededor de él. Se arma una gran bulla. Danzan con algarabía. Se acerca más gente y se junta una pequeña multitud que ríe a quijada batiente. Llegan dos soldados y disuelven la reunión.
Cae la noche.
Me doy cuente que hay un trozo de sopa instantánea estrellada en una baldosa. Justo donde minutos antes estaba el Vikingo mesándose la barba. Antes de que lleguen las hormigas aparece una paloma y de un veloz picotazo la devora.