“El verdadero viaje se hace en la memoria”.
Marcel Proust
Uno va identificando la ciudad en la que habita, de acuerdo a su propia experiencia, va teniendo un contacto directo con las situaciones cotidianas del barrio, fraccionamiento, colonia, terrenos baldíos, edificios, parques, tiendas, abarrotes o bodegones que transitan sobre las calles y avenidas en las que a uno le toco habitar. El cómo, y de qué manera llega uno a coexistir en un lugar específico dentro del planeta Tierra, es una trama compleja, uno nunca lo sabe a ciencia cierta, son una serie de accidentes, movimientos sociales, laborales, políticos, familiares etc.
Durante mi infancia ignoraba la dinámica de la ciudad a la que me trajeron mis padres, mi entorno era el fraccionamiento en el que aún vive mi madre, ese pequeño sitio e inmenso para mí durante mi niñez era mi única referencia geográfica vivencial y real. Al llegar a casa, después de pasar 5 extensas horas en ese reclusorio social llamado escuela primaria, empezaba a experimentar una ligera e irrepetible sensación de libertad que invadía mi cuerpo, me despojaba del uniforme caqui escolar, lo colgaba minuciosamente en el ropero, siguiendo las ordenadas y obsesivas instrucciones que mi madre nos había inculcado, pantalones alineados cual hojas de papel, siguiendo la línea inferior con la superior para que quedaran firmes como horizontes paralelos, los ganchos de la ropa mirando a una sola dirección, una vez lista esa misión cotidiana, íbamos todos cual manada de lobos a degustar los alimentos caseros.
Súbitamente, los menesteres se convierten en rutina, lo cotidiano hace de las suyas y nuestros registros se tornan comunes, es algo que suele suceder con la repetición de los actos; sin embargo, siempre hay resquicios poéticos que logran escaparse o insertarse en la rutina. Pero en cierto momento de mi infancia, sólo me volví consciente de mi rutina, de los rostros de mis padres, hermanos, amigos del barrio y compañeros de la escuela.
Pasa el misterioso tiempo e irremediablemente el cuerpo físico, mental y biológico empieza a experimentar diversas sensaciones, emociones, encuentros y desencuentros que acontecen en cualquier sujeto. Mi niñez la experimenté intensamente, introspectivamente e inocentemente. En múltiples ocasiones me dedicaba a observar, sólo eso, contemplar los rostros de las personas, fijarme en los objetos que acomodaban en las casas que mis padres visitaban, jugar a las escondidas, los deportes callejeros, ir por los renacuajos al Río Bravo.
Me tocó llegar a la ciudad en los años 80s, a la mítica frontera norte, Ciudad Juárez Chihuahua, en la que un siglo atrás fue nombrada como Paso del Norte. Transcurrían los 80’s y a
aún no era consciente de que vivía en una ciudad fronteriza, en la que la casa de mi madre se sigue ubicando a unos cuantos metros del Río Bravo. Una ciudad experimento, de la que quizá aun no soy consciente de lo que pasa; sin embargo, el paisaje de la ciudad está invadido de industrias transnacionales, maquiladoras, yonkes, accidentes, cicatrices y experimentos laborales, sociales y económicos.