f. Óscar

¡Loco, voy pariendo enanos! ¡Préstame cinco lucas, rey! Me está gruñendo la tripa y a mi mujer también. Por el amor de Dios. Desde ayer que no probamos bocado. ¿O querés que asesine aquél chucho pulguiento y me lo coma asado? Es broma. Yo no haría eso. Ni que fuera caníbal para devorar a mis parientes. ¡Ja! ¡Andá papaíto! ¡Cinco quetzales nomás! Nadie me quiere dar un trabajo porque no tengo papeles ni nada. No existo. Va, va, va, gracias mi rey. Que Dios te bendiga. Fíjate que todo lo que tenía se me fue en pagar en el hospedaje de ayer. Quince varas. ¡Oh! No es caro, no es caro. Pero es relativo. Si no tenés nada, como yo, quince varas se agigantan. El punto es que estoy jodido mi hermano, todos los días es la misma batalla perdida:  salir y ver cómo los demás comen y esperar a que dejen restos para ir a lamer el plato. Pero es cansado. Es muy cansado. Yo como sea, ya estoy acostumbrado, soy como un chucho callejero. Saco de aquí y de allá. Husmeo en la basura. Pido afuera de la iglesia. Así es la vida del inmigrante. Vos tampoco sos de acá. Se te nota el acento que no sos de aquí. ¿De dónde sos?

¡Oh! Yo soy catracho. Nací en el infierno: Tegucigalpa. Ya no quiero volver allí, papá. De verdad no se puede vivir allí. Residí la mitad de mi vida en Nueva York. Me fui a los 11 años, escapando de las golpizas que me daba mi padrastro. Llegué al otro lado por obra de Dios. De otro modo no sé cómo. Cuando llegué al gabacho pues era buen muchacho, hacía trabajitos por aquí y por allá. Realizaba mandados. Vivía con una señora puertorriqueña.  Pero pronto conocí otros muchachos de mi edad o más grandes y me fui a vivir con ellos a una bodega abandonada. Fumaban hierba. Tomaban trago. Eran latinos, negros, anglosajones pobres. Ya te imaginarás, puro huérfano maldito y desarraigado. Me volví maleante.

Empecé robando pequeñas cosas en los supermercados. Luego de allí me pasé al atraco. Era muy bueno. No tenía miedo. Me respetaban hasta los más malditos: salvadoreños y mexicanos.  Por las noches soñaba que regresaba a Honduras y ponía de rodillas a mi padrastro. Y que lo hacía lustrar mis Nike nuevecitos con la lengua. Me volví duro, según yo. Aprendí a usar las armas: puños de metal, chacos, navajas, todo tipo de cuetes y hasta llegué a usar una Mini Uzi.  Pero un día la policía le pegó un cuetazo a mi mejor amigo después de un atraco. Y lo vi morir en mis brazos. Boqueaba. Le brotaba sangre que parecía una fuente. Yo sólo lloraba de impotencia. Ese día volví a llorar como cuando mi padrastro me talegueaba. Volví a ser niño. Todavía recuerdo el horror metido en los ojos de aquel guiro. Y todavía escucho en sueños sus últimas palabras: ¨huye, marica, no llores, escápate maricón, te espero en el infierno¨. Corrí, corrí fuerte. No me agarraron. Pero desde entonces le bajé al volumen, loco. Me dediqué un tiempo a traficar wed. Yerba para que me entendás. Me iba a repartir al Central Park, o al Grenwich Village. Por allí rondaban muchos jipis, drogones, punkeros y maniacos. Eran buenos clientes. Luego me pasé al robo de autos. Pero me agarraron, pasé un tiempo encerrado y luego me deportaron. Y aquí estoy, papá. 

Conocí a mi negrita en Livingston. Es Garífuna. Cómo decís vos, descendiente de afros. A veces por las noches me siento derrotado y no puedo dormir de tanto estar pensando. Volteo y en medio de lo oscuro aparece su sonrisa y sus ojos como flotando en el aire. La abrazo muy fuerte. Creo que  es lo único que aún me sostiene respirando.

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