En la plaza de los poetas, bañado en sudor, frente a la estatua de Rubén Darío, preguntándome por qué, por qué este calor infame, por qué me enamoro de ciudades donde el calor es hostil, donde ningún ser humano razonable puede vivir. Donde el calor lesiona el buen juicio. Donde los helados de chocolate se derriten en el antebrazo antes del primer lengüetazo. Donde uno comienza a sudar recién salido de la ducha.

¿Por qué Darío, por qué, -le pregunté entre dientes a la estatua- en esta ciudad donde hace cien años tramabas los mejores versos en lengua castellana el calor no da tregua hasta que cae el sol?

 Y el poeta de bronce -o de lo que sea que esté hecha su silueta- nada dijo. Se encogió de hombros, se enjugó la frente, bajó del pedestal y se fue caminando hasta la sombra más cercana.

 

León, Nicaragua, 

marzo 2016

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