Cuando abrió los ojos la luz blanca inundó sus pupilas, en reflejo, volvió a cerrarlos buscando aquella oscuridad que le había acogido hasta el momento. Decidió ir con cuidado, a medida de sus energías para acostumbrarse a esa pulcra y nítida luz que le rodeaba.
Lo primero que enfocó fue el gota a gota suspendido en el aire, que conectaba con un fino tubo hacia su propio cuerpo. Después recorrió con su mirada el techo, las paredes, la puerta, las sábanas; todo era silencio, sólo le acompañaba ese aroma característico de los hospitales.
Se incorporó en la cama y sintió un mareo tan abrupto que la tumbó de lleno en la almohada. Estaba aturdida, agotada, quizás era lógico después de toda aquella sangre que había filtrado por las cascadas que habían creado sus muñecas. Inmóvil en la incómoda postura que había quedado, trató de ir detallando lo sucedido hasta ese momento, pero todos sus recuerdos parecía haber sido abrasados por el olvido.
Una enfermera entró a la habitación y llamó al doctor para hacerle un chequeo. Después de verificar sus signos vitales, le fue permitido ser visitada por sus familiares. Entre caras que no sabían si sonreír por esta segunda oportunidad o angustiarse por querer acabar con la llama de la vida, entró su madre con los ojos hinchados y con un dejo de miedo.
“¿Quién es Camila?” fue lo primero que le soltó a la enferma.
Cuando las palabras llegaron a sus oídos, vio a su madre de pie, junto a la cama. Súbitamente el terror se apoderó su la cara, el cuerpo le comenzó a temblar con tal fiereza que el llanto se convirtió en convulsión. El doctor acudió al grito de auxilio de la señora. Le inyectaron un sedante para que dejara de berrear injurias contra sí misma, para que parara de querer arrancarse el suero y las abrirse las heridas, para que su cuerpo dejara de estamparse contra la camilla de la habitación. Ángela cayó en un sueño profundo, donde su sufrimiento se alargaba y no podía distinguir si eran sus recuerdos olvidados o fantasías de su imaginación trastocada. Podía verse sentada frente a un gran espejo, mientras cepillaba su largo cabello. Podía ver su cuerpo envuelto por una toalla y oler el perfume de sus cremas favoritas. Podía ver cómo poco a poco el reflejo no correspondía a sus movimientos, cómo aquella Ángela –la del espejo- tomaba el labial rojo y escribía ‘Camila’ en el cristal. Sintió cómo ‘aquella’ alargaba sus delgadas manos tratando de tocarla. La desesperación de no distinguir ficción de realidad le obligó a trozar la dura lámina. Camila, en venganza, enterró en lo profundo los pedazos que la constituían: Una y otra vez en sus delgadas venas. Antes de desmayarse escuchó su propia voz decir: “No puedes escapar de ti misma”.
Angélica Ávila es académica asociada en la Academia Guanajuatense de Literatura Moderna, si tú escribes o eres historiador, la Academia es para ti. [email protected]