El reloj despertador de cuerda timbró fuerte a las siete de la tarde. Ponciano estiró el brazo y desactivó la alarma del antiguo reloj que había heredado de su padre Ponciano y su padre de su abuelo Ponciano, y que a pesar del tiempo marchaba con exactitud, siempre y cuando no se le olvidará darle cuerda todos los días de la semana. Se vistió el uniforme de sargento segundo de la policía municipal, que había dejado muy bien planchadito colgado en un gancho que pendía de una alcayata clavada en la pared de su recámara-sala-comedor, se calzó los zapatos recién lustrados y bostezando se dirigió a la pequeña cocina para prepararse un café y la cena antes de irse a trabajar. Siendo un joven de veinticuatro años que permanecía aún soltero, era su madre la que cada tercer día le llevaba los guisados, la sopa y los frijoles que sólo requería calentar para consumirlos con gran gusto, pues estimaba en mucho la grata sazón de su mamá. 

Terminó de cenar y se acomodó el incómodo chaleco antibalas, se ajustó el cinturón con la pistola y  tomó el casco con la mano izquierda, para persignarse devotamente con la mano derecha ante una imagen de San Judas Tadeo. Abrió la puerta y salió de casa con el pie derecho, no era supersticioso, pero no estaba por demás tomar ciertas precauciones. Se colocó el casco y cerró la puerta con doble llave –hay tanto ratero suelto– pensó, en tanto daba media vuelta y se enfilaba hacia el sector que le habían asignado sus autoridades. Al darme permiso de contar esta historia, Ponciano me pidió que no mencionara el rumbo que vigilaba, a fin de no herir las susceptibilidades de los vecinos, ya que después de todo –mencionó– la violencia y la delincuencia no son privativas de una determinada zona de la ciudad, lo mismo ocurre en cualquier punto de Guanajuato, desde el mismo centro histórico hasta los barrios más alejados o marginados.

Una vez que llegó al sitio de vigilancia, empezó a sentir la misma extraña sensación que lo estaba invadiendo desde hacía ya algunas semanas, es decir, una especie de desdoblamiento de personalidad, que de normalmente apaciguada, introvertida y silenciosa como sombra ambulante, de pronto se transformaba y se sentía ágil, audaz y decidido. Además desarrollaba una visión nocturna impresionante que le permitía percibir los mínimos movimientos registrados a su alrededor, pudiendo incluso girar el cuello en una cobertura de casi ciento ochenta grados. Todos los sentidos se le agudizaban y era capaz de llegar de inmediato para atender cualquier situación relacionada con imponer la ley y el orden, asunto que –decía– era su misión y compromiso con la sociedad de su amada ciudad cervantina. Ante este desdoblamiento discurrió que su otro yo, debería tener un nombre y tras varios días de cavilaciones decidió nombrarlo, o nombrarse, El Tecolote Azul, un auténtico cazador nocturno de ratas –de dos patas– especificó por si hubiera alguna duda. 

Esa tarde que lo saludé caminando rumbo a casa sentí que necesitaba ser escuchado, por eso me detuve y fue como me relató lo que le acontecía. Prosiguió narrando las aventuras que dijo, había vivido en los días anteriores. Todas iniciaban en una posición estratégica desde la cual actuaba en cuanto advertía una contingencia, como el enfrentamiento con la pandilla de grafiteros que asolaban la zona, a quienes les confiscó un enorme acopio de latas de spray de distintos colores y conminó a dejar sus prácticas vandálicas so pena de darles una golpiza –primero tenía que respetar los derechos humanos– explicó. Evitó varios asaltos a mano armada, robos de casa habitación, intentos de violación de jovencitas que caminaban por callejones oscuros; clausuró y decomisó algunos expendios clandestinos de venta de drogas; aleccionó a distintos grupos de chamacos estudiantes que borrachos escandalizaban al vecindario –Pónganse a estudiar muchachos, no engañen a sus padres, no se puede estudiar alcoholizados con caguamas. Su premio –lo dijo muy serio– era el triunfo de la justicia y la satisfacción de aliviar un poco la terrible situación de inseguridad en constante aumento, sin que los guardianes del orden tuvieran la capacidad de resolverla. 

Para abundar en información, le pedí a un camarada que trabaja en la delegación que revisara los últimos reportes del policía Ponciano –sólo por conocer las actividades de mi amigo– le aclaré. Lo curioso fue que en los reportes revisados sólo refería que el turno había transcurrido “Sin ninguna novedad”. Caí en la cuenta del motivo por el cual Ponciano me había pedido completa discreción, sin duda el Tecolote Azul estaba actuando por su cuenta. 

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