Se escribe un libro lento y misterioso. Un libro invisible que nadie lee en su totalidad. Una sinfonía secreta de lectores y personajes. Quién puede ser el narrador de un relato así. Quién tras bambalinas de una narración que somos incapaces de mesurar. Qué podemos leer de este inmenso relato que se despliega más allá de nuestra capacidad de razonar. No lo sé. Tal vez podemos leer fragmentos tan efímeros que se escapan a golpe de vista al intelecto, mas no así a la intuición.
Hay que estar más allá. Más allá de la dicha y más allá de la melancolía. Más allá del razonamiento y sus derivas. Más allá de la bonanza o la mendicidad. Más allá del desapego o del arraigo. Más allá del humor o la lobreguez. Más allá de la alegría y más allá de la calamidad. Más allá de lo inteligente y lo estúpido. Más allá de la cultura. Y poner atención en lo inculto, en lo agreste, lo bruto. Y vivir en el vaivén. En la zozobra del abandono. Es decir, hay que incluirlo todo, pero ir siempre con ánimo corajudo justo allí a donde no hay nada. En la nada es donde brilla todo. Donde fulgura todo. Donde nadie o casi nadie busca: allí está el tesoro. Donde puede -tal vez- brotar el amor. Como una flor en el desierto. En la nada es donde respira la totalidad. Si es que la hay. Todo camino preestablecido está condenado a hacernos volver sobre nuestros pasos. A girar en círculo. Volver al principio. No, no, no. Hay que saltarnos la barda. Con rabia. Con pasión. Ser como un lobo. Un estar-al-acecho. Tierno pero feroz. Astuto y bribón. Podemos caer heridos en el intento. Qué más da. Siempre hay que estar dispuesto a fracasar con dignidad y honor. Hay que enaltecer al caído porque él representa lo más digno y lo más sabio de nuestros límites humanos.
Escribimos un libro invisible. Y al final ese libro es nada.
Más allá
A salto de mata