Hace ya más de una década, quizá a la mitad del período en que fue presidente Vicente Fox, surgió una escalada de violencia en algunas zonas de nuestro país propiciada, fundamentalmente, por las peleas territoriales de las organizaciones de narcotraficantes, que desde que se comenzó a sembrar la mariguana en México para su exportación, básicamente a los Estados Unidos, han existido. Hasta entonces o quizá a la última decena del siglo pasado aquellas se habían mantenido en la semioscuridad y no se dejaban ver sino de manera muy esporádica, sobre todo cuando el ejército, que ya desde entonces se utilizaba para la localización de los sembradíos de mariguana en los campos y serranías mexicanas, ponía al descubierto su existencia al lograr la aprehensión de algunas personas que se dedicaban a la producción de esa yerba. Casi siempre, por supuesto, los detenidos eran las personas de abajo, es decir los que hacían la labor de peones en los sembradíos o la vigilancia de los mismos. Nunca o casi nunca salía a la luz la figura de alguno de los jefes importantes. La persecución a los narcotraficantes se hacía, prácticamente, como se acostumbraba realizar en relación a otros delitos.
Sin embargo, con el paso del tiempo y en razón de que el mercado y el consumo ha aumentado de manera amplia en los Estados Unidos y también, aunque en menor medida, en México, las bandas que se han dedicado a la producción y al traslado de la mariguana hacia la frontera Norte, comenzaron a disputarse los territorios para la siembra y las rutas para su traslado; además de que el narcotráfico se vio fortalecido porque la amapola como base para la producción de heroína se hizo cada vez más frecuente y por tanto el mercado se volvió más rico. La consecuencia fue que ante la debilidad del Estado para controlar el crecimiento de esas bandas salieron a la luz y comenzaron a combatir entre ellas de manera violenta para lograr el dominio del mercado o de algunos territorios.
Las peleas, como es ya conocido, se hicieron en espacios públicos, las balaceras y los ataques entre sus miembros fueron algo frecuente en algunas zonas y ciudades de México. A principios del sexenio de Felipe Calderón la cosa llegó a tal grado que ante la presión social se tuvo que traer a muchos más militares a las calles para hacer una labor que de ordinario hace la policía, pero que por la imposibilidad de que ésta controlara la situación y ante la connivencia de esas policías con el narco, el ejército salió, pues, de los cuarteles a intercambiar, literalmente, balazos con los narcotraficantes. Habría que decir, también, que en los lugares cercanos a los centros de producción de la mariguana o de la amapola o en las rutas de traslado, los narcos prácticamente sustituyeron a la autoridad y si había policías allí estas estaban dominadas por los malhechores.
Durante el tiempo que Felipe Calderón fue presidente y aun con el ejército haciendo labores policiacas en Chihuahua, Tamaulipas, Baja California, Michoacán, Guerrero, Oaxaca y en algunos otros lugares de México, el número de muertos por las constantes peleas fue en aumento y llegaron a contarse por miles en esos años, algunos han señalado que quizá fueron más de 20,000. Con la circunstancia de que no se logró someter a los narcotraficantes, si acaso hubo una disminución al final del sexenio del anteriormente mencionado Calderón. En esa misma época el crimen organizado se extendió y los secuestros se multiplicaron, aquí sí no solamente en algunos estados de la República sino que eso fue algo que sucedió en mayor o en menor grado en todo el territorio nacional. El llamado derecho de piso también surgió y se incrementó, es decir la exigencia del crimen organizado de que ciertas personas o empresas le entregaran cantidades de dinero para tolerar su funcionamiento en determinados lugares, con la amenaza de que si no lo hacían se ejercería violencia en su contra. Se crearon policías de carácter federal y se impulsó la reorganización y capacitación de las policías estatales y municipales, pero sin que hubiera tampoco un resultado adecuado.
Al comenzar el sexenio de Peña Nieto, ante las críticas de la aparente inutilidad de la labor del ejército en el ámbito policiaco y por la cantidad de muertos resultante de su actuación frente a los narcos, se reforzaron las policías federales y se dijo que se buscaría que pronto el ejército regresara al cuartel. Pero las nuevas policías federales tampoco han podido controlar al crimen organizado y por supuesto las estatales y municipales, en la mayoría de los casos, no han servido de apoyo para ello.
Los crímenes que podríamos llamar como “tradicionales” de los narcos y del crimen organizado han seguido y se han incrementado, suben en algunos lugares y bajan en otros pero en general muy poco o nada se ha ganado.
Más bien, ante la ineficiencia de las policías y de las autoridades policiacas, han surgido otras formas de comisión de delitos ya establecidos en los códigos penales, que son reveladores de que si en algún momento a las policías se les tuvo miedo, que no respeto, ahora ya no sucede eso.
Como ejemplos citaré lo que en el campo del Estado de Guanajuato y en ciudades como Celaya, Irapuato, León, Pénjamo, Salamanca y algunas otras, ha venido apareciendo desde hace dos o tres años. Así en el estado de Guanajuato y en algún otro de nuestro país se desató el robo de combustible, gasolina, que Pemex transporta en sus oleoductos. Al principio se trataba de unos pocos casos los que en menos de dos años se han incrementado de manera considerable. No hay quien pueda, al parecer, poner alto a esos robos. Los “huachicoleros” como se les ha venido llamando, operan sin grandes problemas. Ni la empresa Pemex ni las policías logran que siquiera disminuya.
Otro ejemplo, para mí el más revelador del estado de descomposición social a que se está llegando en algunos lugares de las ciudades y también de comunidades en el campo, es el robo a los trenes. En efecto, desde hace algunos años, dos o tres, los diarios comenzaron a publicar noticias de que en determinados lugares de las ciudades del estado señaladas antes, se abrían los vagones de los ferrocarriles para dejar salir granos que, las personas avisadas de ello tomaban en cantidades importantes. Pero de algunos meses para acá, el robo se ha multiplicado y además ya no son granos solamente sino partes automotrices, refrigeradores, estufas, muebles para el hogar etc., etc. El robo por supuesto es grave, pero lo que es todavía más trascendente es la impunidad con que actúan esas personas. En cuanto el tren se detiene, llegan por decenas y proceden a saquear los vagones previamente abiertos, seguramente por cómplices de los que organizan el robo. Se dice que cuando el tren se detiene en un lugar habitado, de las casas cercanas a la vía salen familias enteras a realizar la rapiña y cuando llega la policía, que en pocas ocasiones sucede, simplemente corren o se refugian en esas casas. La policía no hace más y se retira.
Lo anterior hace ver dos cosas. La primera es el grado de perversión moral y cívica a que se está llegando, porque la rapiña no es impulsada por el hambre sino solamente por la impunidad y la falta de principios morales y valores. La segunda, que el uso de las policías no es el adecuado, porque si se trata de zonas en donde ya es conocido que suceden esos actos, inexplicablemente no hay una vigilancia adecuada.
Si se siguen permitiendo esos robos, pronto la facilidad y la impunidad hará que se extiendan a otros ámbitos y se complicará aún más la seguridad en Irapuato y en otras ciudades del Estado. Es indispensable hacerlos cesar, no sólo por el daño material que causan, sino por el ejemplo y la exhibición de la ineficacia policiaca que aumenta la inseguridad en que vivimos.
Como decía el comediante Héctor Suárez en algunas de sus actuaciones: ¿Pero qué nos pasa? ¿Qué nos pasa?