La observación hecha hace más de dos mil años por Estrabón de Amasia, es una innegable realidad que, desde que afloró el egoísmo humano hasta su radicalización en nuestra época, demuestra nuestra supina insensatez.
Es admirable como durante tanto tiempo en que han fluido las arenas entre los conos inversos de Chronos, seamos tan soberbios para no aceptar las lecciones de convivencia de otras especies… y presumimos de inteligentes.
Los lobos, las hormigas, las abejas, los patos, bueno, hasta las hienas y muchos otros felinos, entre otros seres, nos han dado lecciones irrefutables de unión, de sinergia, de trabajo en equipo, de resultados positivos para el logro de un bien común.
Otro de los muchos retratos de la cara que predomina en el ser humano, se encuentra en lo expresado por las escrituras Gen.4:2-26 (Caín y Abel), pasando por la expresión latina “Homo homini lupus”, (“el hombre es el lobo del hombre”) creada por el comediógrafo latino Plauto (254-184 aC) en su obra “Asinaria” en donde dice: “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro.”
El poder en su más baja acepción, demostrada en todos los aspectos de la creación gira, irremediablemente, alrededor del dominio del más fuerte sobre el débil; entendiendo que la fortaleza no es solo la física sino también la del intelecto.
Y ni duda cabe de lo apuntado por Cicerón, (106-43 aC) escritor, orador y político romano: “La fuerza es el derecho de las bestias” y que, de una manera u otra, remata Joseph Conrad, novelista británico de origen polaco (1857-1924): “La fuerza de uno es solo un accidente que se deriva de la debilidad de los otros.” (Léalo como guste, rápido o despacio)
La administración de un Municipio (departamento en el Cono Sur), de un Estado o de un País implica, necesariamente, el respaldo de la mayoría efectiva de la población y, la mayoría efectiva no está representada por la suma de los sufragios emitidos en un solo sentido, sino de la totalidad del padrón electoral que haya cumplido cabalmente con el ejercicio de su derecho a votar así como que haya cumplido con su obligación de votar.
Imagínense ustedes una población de 100 personas con capacidad jurídica y política para votar. De ellas solo se presentan a votar 50; quitemos 5 de votos nulos, quedando 45 que habrán de repartirse entre los candidatos de cada partido más los independientes. Nada más ahí, ya no hay mayoría de la población.
¿Exagerada mi premisa? Bien, veámoslo desde otro ángulo. De 100 personas votan 80, menos 8 de votos nulos, tenemos 72 válidos para que se dividan entre el número de partidos reconocidos mas los independientes.
De esta otra premisa, vamos a dejar 30 votos para que sean divididos entre partidos reconocidos como independientes en la forma en que gusten y le dejamos 42 para el partido mayoritario. Guste o no, no hay mayoría absoluta. Le faltarían 9 para lograrla.
¿Cómo se puede presumir de una voluntad popular mayoritaria cuando no llega ni siquiera al 30% de la población con derecho y obligación al voto?
¿Qué se necesitaría para que se diera una participación real de la población en los asuntos que a todos nos interesan?
Lo que se necesita, bajo una óptica general, se reduce a una sola palabra que si bien todos conocemos, la mayoría le espanta: “honestidad real”, no la de discurso ni de irrelevantes, vanas e inaplicables leyes dizque de transparencia o anticorrupción emitidas por congresos obsecuentes en los que prevalecen personajes con “capitis diminutio”.
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Y tenemos ejemplos claros y contundentes del presente para que se apliquen las normas y… ¡nada!, solo “puentes de plata” o ¿serán puentes de ceguera sobre ríos de plata? No recuerdo bien la expresión.
A fin de cuentas, es precisamente aquí en donde surge la indolencia y apatía de todas aquellas personas que demostraron su debilidad por no hacer fila una hora para ir a votar pero que, ni tardos ni perezosos, no regatean horas enteras para criticar la forma en que se administra al conglomerado social por parte de aquellos que llegaron a esa responsabilidad.
Cierro esta colaboración con una observación del escritor italiano Ítalo Calvino (1923-1985) que dice: “Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas, y toda cosa esconda otra.”