Por: Karen Rinaldi
The New York Times
Para el momento en que tenía 33 años, ya había estado casada y divorciada dos veces. No había arrepentimientos. Amé a cada hombre con que me casé y aún tenía gran afecto por ellos, a pesar de que el final de cada unión vino con su propio dolor.
Mi primer matrimonio se vino abajo cuando la lucha de mi esposo por su identidad sexual se manifestó en mentiras que erosionaron mi confianza y finalmente terminaron con su vida.
Eran los primeros días de la epidemia del sida. Cuando descubrió que era VIH positivo, me mintió sobre su vida secreta con hombres anónimos y culpó a un ex novio por su infección.
Admitió la verdad sólo después de que recibí la buena noticia de que yo había salido negativa. Él fue examinado cada seis meses por los siguientes dos años y vivió con el terror de que yo me pudiera seroconvertir. Nos divorciamos, pero me pidió ser la guardiana de su torturado secreto, y permanecimos cercanos hasta el día que murió justo antes de su cumpleaños 33.
Me casé con mi segundo esposo después de solamente una cita. Había estado tan equivocada sobre mi primer matrimonio que me pregunté: ¿Qué pasaría si me caso con alguien que no conozco?
Estaba poniendo a prueba el universo.
Era guapo, fuerte, comprometido y divertido. Pero luego de unos cuantos años de citas retrospectivas (nos casamos sin saber sobre el otro y pasamos los siguientes tres años volviéndonos familiares e íntimos), me di cuenta de que no podía vivir con él. Era posesivo, y mi necesidad de libertad no servía para un matrimonio seguro. Se refería a mí como “mi esposa” incluso al hablar con mi propio padre.
Entre estos dos matrimonios, cohabité con otros dos hombres y tuve citas con otros. Una monógama serial, encontré que en todo momento estaba constreñida por problemas de, bueno, machismo. Había un tipo de dominancia inherente que inclinaba la balanza de poder lejos de mí, y a menudo sentía que estaba jugando un papel.
El dinero era a menudo un factor en esas tempranas relaciones, y eventualmente llegué a creer en estas inexpugnables verdades:
Uno. Si el hombre hacía más dinero, entonces tienes que hacer las cosas a su modo.
Dos. Si él estaba quebrado, resentía tu habilidad de apoyarlo.
Tres. Si había una paridad económica, él se aseguraba de que tú supieras quién era realmente el jefe.
En una ocasión, cuando estaba terminando con un novio de mucho tiempo, mi terapeuta preguntó por qué estaba ansiosa. “¿Es porque tienes miedo de estar sola?”, preguntó.
“No”, le dije. “Es lo opuesto. Estoy asustada de que terminemos y que habrá otro justo detrás de él”.
Mi madre trató de entenderlo también. “¿Por qué has tenido tantas relaciones fallidas?”, preguntó.
“Tú las ves como fallidas”, le dije. “Yo las veo como exitosas, pero finitas”.
Fue la parte de finitas la que se sentía más correcta. Ella había estado casada con mi padre durante sesenta años, lo cual algunos llamarían exitoso. Mientras que amo a mis padres cariñosamente y respeto su aguante, no quisiera repetir su dinámica.
Durante toda una vida ella tuvo miedo de que la engañara. Él monitoreó todos sus gastos. Él tenía una vida social fuera de casa. Ella no hacía nada sin él. Su matrimonio estaba basado en un antiguo patriarcado, y no parecían ver nada incorrecto en ello. Deseé no vivir mi vida de forma similar.
Una vez que mi segundo esposo se fue, estuve resuelta a nunca casarme otra vez. Me compré un anhelado anillo de oro con zafiros de mi joyería favorita, que puse en mi dedo del anillo izquierdo y uso hasta este día.
Apreciaba vivir sola en mi departamento; los amantes podían venir e irse cuando gustaran. No había horarios o egos para contender. Estaba feliz. Resuelta a solamente tener hijos, necesitaba un plan.
Ya me mantenía sola. Calculé que podría arreglármelas también con un niño, así que la idea de ser provista era discutible. Además, prefería tener mi propio dinero y por ende mi propia voluntad.
La noción de protección no era solamente anticuada e innecesaria, era una idea que había fallado más de lo que había sido exitosa, tanto histórica -los hombres realmente nunca han sido capaces de proteger a la mujer de otros hombres- como personalmente. Sobre procreación, necesitaba un segundo gameto y estaría camino a mi maternidad.
Llamé a una amiga y pregunté: “¿Para qué es un hombre realmente? Si no para proveer, proteger o procrear, ¿por qué los necesitamos? Enfréntalo, es el final de los hombres”.
Se rió y admitió que era un tiempo confuso. Luego de muchas conversaciones largas con ella, decidí concebir con un deseoso amigo gay y me comprometí a ser una madre soltera. En la única pregunta que él y yo tuvimos que decidir fue: ¿Lo hacemos a la vieja, pasada de moda, usanza?
Como la vida no sucede de acuerdo al plan, entonces me enamoré -más que inconvenientemente- de un hombre que estaba casado y tenía familia. Habíamos crecido cercanos como confidentes. Como amigo, me dijo sobre los problemas en su matrimonio y las dificultades en su carrera como escritor. Le hablé sobre mi frustración con la convivencia en pareja y mis planes para ser madre soltera.
Inicialmente su matrimonio era una barrera bienvenida contra la posibilidad de una relación romántica. Una vez que nos convertimos en amantes, me dijo que no quería que tuviera un hijo con mi amigo gay. En lugar de eso, quería que tuviera un hijo con él y compartir nuestras vidas. Una aventura a la que yo había entrado alegremente se había vuelto confusa y emocionalmente agitada.
Eso no debió haber sido una sorpresa: ¿Qué aventura no es confusa y emocionalmente agitada? Pero destrozaba mi sentido de certidumbre sobre lo que yo quería. Finalmente había agitado los lazos de convención que fui criada para aceptar. Ahora esto.
Mi padre interrumpió en esta ocasión y preguntó: “¿Por qué haces tu vida tan complicada?”.
Sólo objeté a la palabra “hacer”. No estaba intentando complicar las cosas; estaba intentando simplificarlas descifrando algo esencial que me eludía. ¿Para qué necesitaba a un hombre?
Claramente yo seguía regresando a esa fuerte atracción, una que no podía razonar a distancia. ¿Era una urgencia atávica? ¿Un imperativo evolucionario? No me creía nada de eso.
Aún así, mi atracción por los hombres y mi deseo por una conexión más profunda con un compañero era tan inevitable como mi necesidad de respirar. Amaba vivir la vida siguiendo mi propia brújula, y de pronto, de alguna forma, esto me había enredado en una relación monógama otra vez, una con consecuencias mayores.
Aún tenía dudas de que mujeres y hombres pudieran vivir juntos en algo parecido a la armonía. Teníamos un largo camino que recorrer para volvernos iguales, tanto en el mundo y en el hogar.
Y las implicaciones históricas y políticas eran personales para mí. Estaba segura de tres cosas: no quería un marido, quería un hijo, y no estaba segura cómo todo esto se apilaba.
20 años y dos niños después, aún estoy con ese mismo hombre. No lo necesito, pero lo quiero en mi vida. No me protege de otros, sólo de mis peores instintos. Y sobre procreación, bueno, lo hicimos de la vieja forma anticuada y eso nunca cansa. Cuando le hice prometer que nunca me propondría matrimonio, dijo: “OK…”.
Irónicamente, tras seis o siete años de relación, nuestro contador nos persuadió de dirigirnos al ayuntamiento. Casarnos nos permitiría captar los beneficios sobre impuestos que el matrimonio confiere.
Mi esposo y yo todavía no conocemos el año y la fecha de nuestra ceremonia civil sin consultar nuestro certificado de matrimonio, donde sea que se encuentre.
Hemos compartido las alegrías de criar a nuestros dos hijos y a sus dos hijas con balance y gracia -excepto, por supuesto, cuando hemos fallado en encontrar ya sea balance o gracia-. Pero hemos salido adelante de algún modo.
Voy al trabajo cada día y él se queda en casa para escribir. Se encarga de la ropa y cocina durante la semana. Yo hago lo mismo los fines de semana. Él se encarga de nuestro hogar. Yo pago las facturas.
Él está confortable con su masculinidad y no necesita recordarme quién es el jefe, porque en nuestra relación no hay uno. Nuestras vidas están compartidas a cada nivel y ahora me doy cuenta para qué es un hombre.
Él es un verdadero compañero. Es un amante y un amigo. Es el padre de mis hijos y el único en el mundo que se preocupa de las minucias de sus vidas como yo hago.
¿Qué podría ser mejor que eso?
Traducción: Jéssica de la Portilla Montaño
FRASES
Había estado tan equivocada sobre mi primer matrimonio que me pregunté: ¿Qué pasaría si me caso con alguien que no conozco?
¿Para qué es un hombre realmente? Si no para proveer, proteger o procrear, ¿por qué los necesitamos? Enfréntalo, es el final de los hombres.