Todos aceptamos que la naturaleza es sabia. No obstante, atentamos  en contra de sus lógicos procederes y causamos desastres ambientales que muy seguramente  impactan hasta la vecindad interestelar. Alguna vez escuché una conferencia interesante de un exacerbado ecologista que, en medio de su rabia,  vaticinaba: “mi consuelo es que de no parar el hombre su depredación, la especie humana se extinguirá mucho antes de que el planeta pudiera entrar en una  descomposición irreversible”. El hombre tenía razón. Y vuelvo al punto de decir que la naturaleza es sabia. ¿Conoce usted, lector, que la inmensidad acuosa del Golfo de México, siendo un sistema relativamente cerrado a corrientes regulares  y dinámicas, llega a pudrir o gangrenar sus aguas? ¿Y sabe que esas  aguas pueden renovarse gracias a las violentas corrientes generadas por  los huracanes? ¿Conoce el hecho de que los árboles de un bosque a la caída y putrefacción de sus hojas generan gases combustibles como  el metano, a los que les basta la menor chispa de cualquier relámpago para provocar un incendio desbastador?  ¿Y se da cuenta que después de un siniestro de ese tipo nace, ahí mismo, una rica flora nueva? Tanto el mar como el cielo y la tierra tienen una capacidad de asimilación defensiva y regenerativa a las asombrosas porquerías que los humanos provocamos, pero, claro, todo tiene un límite. Y el límite parece que ya asoma en lontananza. Ahora, por ejemplo, en los Estados Unidos se abre un interés intergaláctico para colonizar Marte. Dos motivos pueden ser los que impelen el proceso: explotar capitalistamente al planeta rojo o buscar morar en él. Y la alternativa, curiosamente, nace en la mente enferma y soberbia de ciertos innombrables vecinos del norte.

Pero cuánta falta hace disfrutar, entender  y preservar lo que el ambiente nos entrega en el calendárico día con día. Ahora que el otoño comienza, usted,  hombre sensible que no se deja  absorber por la inclemente miopía el trajín, de seguro se percata de que los vientos del norte, los vientos fríos que inician, hacen sonar de manera rítmica y particular las frondas de las diferentes especies vegetales: árboles, palmas, arbustos, etc..  Se da cuenta de que el aire respirable se purifica gracias a las corrientes diluyentes que arrastran gases tóxicos fabriles y urbanos. Se percata de que fuera ya de calores inclementes y aún lejos de fríos invernales,  los tiempos de gestación y siembra son propicios. No dudo, el color y el aroma pronunciado de la estación puede y debe unificar latidos de nuestros corazones al planeta. Hagamos que vaguen  nuestros sentidos pegados a la tierra. Demos los pasos sobre los saludables caminos del bien común.

Comentarios a: [email protected]         

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *