En todo proceso de vida hay un crecimiento. Un crecimiento emanado de la naturaleza y, siendo la sociedad parte de la propia naturaleza, no escapa a este proceso.

 

          Lo mismo se crece hacia arriba que a los lados, en altura que en anchura; de manera ordenada o arbitraria; de forma ortodoxa o heterodoxa; con normas o en desorden, con menosprecio a ellas.

 

          Se puede crecer como la verdolaga o como los homogéneos, floridos y multicolores campos de tulipanes holandeses; con cultura o ignorancia; con apego a las normas o con desprecio a ellas; con respeto o descortesía; con armonía o con fatiga; en fin, hay muchas formas de crecer pero, socialmente, sea el régimen político que impere, se precisa hacer valer con total firmeza, la fuerza de un estado de derecho y no un derecho por fuerza.

 

          Para ese crecimiento social, se precisa de una planeación urbana que respete irrestrictamente el derecho de la naturaleza para que sea el que marque las pautas de los desarrollos poblacionales y que deje de ser la fuerza económica la que determine la alteración de los equilibrios naturales.

 

          Los polos de desarrollo industrial, si bien dan oportunidades laborales a los pobladores, tanto locales como foráneos, se encuentran construidos sobre tierra negra que da vida y sustento a nuestros alimentos. ¡Vaya dicotomía!

 

          Los trabajadores, sus familias y toda la sociedad, requieren un espacio para vivir, una estabilidad en el trabajo así como seguridad en todos los ámbitos para poder lograr un desarrollo pleno que permita, como he señalado en otros artículos, que se colme el aristotélico bien común.

 

          Como consecuencia de los crecimientos poblacionales, se potencializan las necesidades de servicios, tales como vivienda, alimentos, centros de instrucción elemental, media, superior, profesional, de post-grado, etc., transporte, alumbrado público, centros de salud, acopio de basura, etc., etc.

 

          En cuanto al transporte, necesariamente están las vías de comunicación urbanas, tales como calles, avenidas, pasos a desnivel, etc., y desde que en el Distrito Federal (si ya sé que políticamente es Ciudad de México a pesar de no satisfacer los requisitos constitucionales) se decidieron por arriesgarse a construir los segundos pisos, como en Buenos Aires, de mi añorada Argentina, siendo que el D.F., es una zona sísmica por excelencia.

 

          Ahora, otros lugares menos propensos a temblores tan fatales como los de la capital de la República Mexicana digamos, por ejemplo, Puebla, constataron que eso de cobrar por las vías elevadas es un estupendo negocio que nunca va a dejar de dar dinero. ¿Qué no es obligación constitucional el proveer calles, parques y jardines y su equipamiento (Art. 115, fracc. III, inciso g) sin que haya cobro de por medio por estar ya contemplado en los impuestos, contribuciones y aportaciones correspondientes que conforman los erarios municipales?

 

          En otros municipios, la falta de previsión en cuanto a explosión demográfica y empresarial, genera contratiempos al tener que ensanchar calles o avenidas a pesar de contarse con vías alternas e, inclusive, con la posibilidad de determinar que algunas calles o avenidas sean de un solo sentido, como los ejes viales del Distrito Federal dando así fluidez a la carga vehicular sin necesidad de exaltar a los pobladores que, ante la impotencia, buscan cobijarse con cualquier banderín que quiera ser su baluarte con vista a las próximas elecciones.

 

          De hecho, todos los servicios municipales van de la mano. Todos nos preocupamos y nos ocupamos lo más que podamos ante el tsunami de la inseguridad pero, ¿qué pasaría si nos faltara el agua, el drenaje, la luz, los mercados, etc.?

 

          Tal vez sea muy conveniente que coadyuvemos directamente con los gobiernos municipales en lugar de solo estar pensando que, por el hecho pagar nuestros impuestos y contribuciones aunado al hecho de que votamos aún por quien haya salido electo, es ya haber cumplido con nuestra obligación ciudadana.

 

          Quienes así piensen, considero que valdría la pena que lo reflexionaran, lo repensaran, y decidan sumarse a los esfuerzos que cobijen a los ayuntamientos y administraciones municipales que nos correspondan.

 

          De esa manera también nos convertimos en auditores y controladores de nuestros destinos.

 

          O ustedes, apreciables lectores, ¿qué opinan?

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