En esta época del año en que empieza el mes de noviembre y que de acuerdo a calendarios y rituales se menciona la muerte como un evento relevante, me parece oportuno hacer las siguientes consideraciones: La vida y la muerte son interdependientes; existen en forma simultánea y no consecutiva; la muerte late continuamente bajo la membrana de la vida y ejerce una enorme influencia sobre la experiencia y la conducta.

La muerte es una fuente primordial de angustia. Es evidente también que, no obstante, nos vemos obligados a vivir enfrentándonos tanto a la desaparición de las cosas, como al temor que sentimos por la muerte.

“El hecho físico de la muerte destruye al ser humano, pero  la idea de la misma muerte  le puede salvar”.

Heidegger sostuvo que hay dos maneras fundamentales de existir en el mundo: 1) un estado de descuido de uno mismo y 2) otro de cuidado de uno mismo.

Cuando uno vive en un estado de descuido del ser, se encuentra sumergido en el mundo de las cosas y en las diversiones cotidianas de la vida: el ser se mantiene en un «nivel inferior», absorto en los «necios parloteos», perdido en los demás sin ser consciente de la responsabilidad del propio ser.

En el otro estado, el de cuidado del ser, uno no se maravilla por la manera de ser las cosas, sino por el hecho de que existan; se trata, pues, de una continua conciencia del ser un estado de asombro permanente ante la maravilla de la vida.

Por lo general, vivimos en el primer estado. El descuido del ser es el modo de existencia cotidiana. La persona no se da cuenta de la responsabilidad que tiene hacia la propia vida y hacia el mundo, en el que «huye», «cae», procura tranquilizarse y evita elegir «dejándose llevar por cualquiera». Sin embargo, cuando se entra en el segundo modo de existencia (el cuidado del ser), se existe auténticamente (de donde se deriva el frecuente empleo en la psicología de nuestros tiempos del término «autenticidad»

Por la responsabilidad que uno tiene con respecto a si mismo. Sólo de este modo nos ponemos en contacto con la creación de nosotros mismos, y llegamos a captar el poder inherente a la propia capacidad de cambio.

No deseo participar en un culto necrofílico ni abogar por una posición morbosa de negación de la vida. Pero hay que tener presente que nuestro dilema básico consiste en que cada uno de nosotros es, a la vez, un ángel y un ser caído; somos las criaturas mortales que conocemos nuestra mortalidad, porque poseemos una conciencia de nosotros mismos.

La muerte es incomparable: es la condición que nos permite vivir la vida de manera auténtica. Tiene ese gran poder de llevar a la reflexión y modificación de estilos de vida.

Pero este papel positivo de la muerte es difícil de aceptar. Por lo general, la consideramos como un mal tan inmisericorde, que cualquier opinión contraria parece incluso de mal gusto. Nos las arreglamos bastante bien sin pensar en ella a no ser que sea mediante catrinas o calaveras.

Cuando se excluye la muerte, cuando se pierden de vista los riesgos, la vida se empobrece.

Su integración nos salva: en lugar de sentenciamos a una existencia de terror y pesimismo, actúa como catalizador para impulsarnos a un modo de vida más auténtico y realza el placer y el disfrute de nuestra existencia.

Cuando pensamos y/o experimentamos sensación de muerte, entonces se es capaz de entregarse por completo en las relaciones con los demás, de desarrollar una aguda conciencia del ambiente natural que le rodea y de descubrir una tarea vital cargada de significado para él y dedicarse a ella.

En el cuento de Tolstoi: Iván Ilich, un malvado burócrata, contrae una enfermedad mortal, probablemente cáncer abdominal, y sufre dolores espantosos. Su angustia le agobia incesantemente hasta que, poco antes de su muerte, descubre una sorprendente verdad: está muriendo de mala manera porque ha vivido de mala manera. En los pocos días que le quedan, Iván Ilich sufre una transformación dramática que sería difícil de explicar excepto en términos de un desarrollo personal.

Como el caso anterior, las personas que se  han enfrentado de algún modo con la muerte y, como resultado de ello, han cambiado rápidamente sus perspectivas vitales y han reordenado las prioridades de su vida.

“Tuve que morir, para aprender a vivir” es una frase que se repite constantemente en las personas que han tenido esas “experiencias límite”.

El concepto de la muerte desempeña un papel básico en la psicoterapia porque cumple una función fundamental en la experiencia vital del ser humano. La vida y la muerte son interdependientes. El reconocimiento del fenómeno de la muerte nos empuja a vivir, cambia radicalmente nuestra perspectiva vital y a veces nos conduce de una existencia frívola, caracterizada por las diversiones, el aturdimiento y la ansiedad producida, por trivialidades, a otra más auténtica. Se han evidenciado avances psicoterapéuticos obvios  importantes v profundos cambios personales en individuos que han tenido que encararse con la muerte. Lo que se requiere es desarrollar una técnica que permita a los psicoterapeutas aprovechar este, potencial terapéutico en todos los pacientes, en lugar de depender de circunstancias fortuitas o del advenimiento de una enfermedad mortal.

La incorporación de la muerte a la vida enriquece a ésta y permite a los individuos liberarse de trivialidades sofocantes vivir de una manera más intencional y auténtica. La conciencia plena de que la muerte provoca un cambio radical en la persona, este es el poder terapéutico que tiene la muerte.

 

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