Ya en ciertas colaboraciones he comentado que una de las materias que impartí en las carreras de derecho y de comunicación, fue la de Ética Profesional. El tener que confrontar a los alumnos con el ser y el deber ser, me representó un reto de alcances interesantes y, en algunas ocasiones, de sorprendentes resultados.

Y hablar de ética – entendiendo por ésta la disciplina filosófica fundada por Aristóteles, que estudia el bien y el mal así como sus relaciones con la moral y el comportamiento humano por medio del conjunto de las costumbres y las normas que orientan y valoran su comportamiento en una comunidad –, necesariamente habremos de referirnos a la educación.

Considero que nos queda claro que el principio esencial de la educación consiste en el hecho de predicar con el ejemplo, logrando así que establezcamos que en donde hay educación, no hay distinción de clases, ya que el hombre llega a ser hombre por lo que la educación hace de él.

Cuando me refiero al “hombre”, me refiero al género humano y no con los alardes de ignorancia gramatical que de nuestro idioma hacen – cada día – más personas que pretenden que debe precisarse “hombres” y “mujeres” para que quede claro que ni hay discriminación como tampoco nada que se parezca a la misoginia, llegando al extremo de salir con eso de “niños y niñas”; “juez y jueza”; “presidente y presidenta”; “diputados y diputadas” y sandeces por el estilo.

Así tenemos que “la educación es lo que la mayoría recibe, muchos transmiten y pocos tienen”, como afirma Karl Kraus, (1874-1936), poeta y crítico austriaco.

Pero si bien, como dije, el principio esencial de la educación consiste en el hecho de predicar con el ejemplo y habrá que cuestionarse como se fomenta y con qué herramientas se auxilia uno para que la educación se arraigue en las personas.

No cabe duda que la educación es la que le da brillo a la instrucción; es la que abre las puertas sociales, laborales y financieras de las personas y, no quepa duda alguna de que el hecho de saberse comportar dentro del ámbito de cualquier comunidad, enaltece a quienes se esforzaron por hacer de esas personas educadas, gente de bien.

Si para lograr el bienestar de las personas en materia educativa se requiere de “cinco en una” (cinco dedos en una nalga), pues a darla y bien dada y no que salgan con la embajada de un “pau-pau, ya te castigué”.

El hecho de enseñar a que se mastique con la boca cerrada, a no subir los codos a la mesa, respetar a las personas mayores – empezando por los padres –, a los maestros comprometidos con su vocación de instruir, que entiendan que deben ser personas que asuman sus responsabilidades y cumplan con sus obligaciones, etc., etc., son factores esenciales en la educación.

Por supuesto que los castigos les van a afectar, pero entiéndase que es un beneficio oportuno para los niños y jóvenes y, quizá, hasta para algunos adultos, ya que los castigos que realmente humillan, que ofenden, que hacen añicos la dignidad de las personas, son los que recibirán, la gran mayoría de quienes son internados en los centros de readaptación social, por parte de aquellos otros que ya se encuentran como inquilinos – custodios o internos – de esos lugares. ¿Será esto último lo que queramos para nuestros seres queridos?

Sería interesante saber cómo reaccionarían los miembros de los Poderes Legislativo, Ejecutivo y/o Judicial; los de los derechos humanos, etc., si a ellos o a alguno de sus familiares los asaltan, secuestran o privan de la vida con la saña, deshumanización, agravios, premeditación, alevosía y ventaja con que lo hacen con la población en general.

¿Modificarían las leyes? ¿Harían las mismas recomendaciones a las autoridades? ¿Se conducirían con la misma indolencia que con “Juan Pueblo”? ¿Sostendrían sus declaraciones de que “llegarán hasta las últimas consecuencias y caiga quien caiga” sin que se haga nada?

O, ustedes, apreciables lectores, ¿qué opinan: chancla, nalgadas, cinturón o psicólogo, castigar el celular, pláticas reiterativas familiares, momentos de reflexión, yoga, etc., para seguir como estamos?

 

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