Allá en los finales de la primera mitad del siglo pasado, el día de los fieles difuntos se celebraba de acuerdo a los ritos religiosos tradicionales. En el ámbito popular estaban  los “altares de muertos”,  el pan de muerto y por supuesto los dulces de calabaza, que eran elementos clásicos en ellos.

No me acuerdo que en esa época el Halloween del día 31 octubre hubiese ya aparecido en el ámbito de las tradiciones populares en México, si ya estaba ahí no lo recuerdo como algo que llamara la atención del pueblo. Sin embargo, el Halloween y  la fiesta correspondiente, aparece años después en las notas de los periódicos en los días posteriores a la fecha señalada, que reseñaban fiestas alusivas a aquél realizadas por la llamada alta sociedad, sobre todo en la Ciudad de México y en menor medida aquí en Irapuato.

Algunos años después, quizá alrededor de los 60 lindando con los 70, impulsado por algunas casas comerciales, el Halloween al que también se le llamó ‘Día de Brujas’, se comenzó a extender a la clase media, sobre todo a los niños, siguiendo la tradición que vino de Estados Unidos. La Iglesia Católica luchó, quizá no con muchas ganas, si fuera posible emplear esta forma de expresión, en contra de esa costumbre extraña a nuestra cultura, señalando que era contraria a los principios religiosos católicos. No obstante, esa celebración se fue extendiendo hasta el grado de que  puso realmente en peligro el Día de Muertos en nuestro País. Sin embargo, poco a poco la tradición del día 2 de noviembre logró sobreponerse,  gracias a que se realizó un movimiento muy importante en el ámbito nacional, no sólo en el religioso sino también en el laico, para revivir y dar fuerza a lo que es uno de los elementos fundamentales del Día de los Muertos, como es el sentimiento de vinculación de los vivos con sus antepasados fallecidos. Y ha tomado tanta fuerza esa expresión artística y religiosa que en la actualidad  esos altares se realizan prácticamente en todas partes y no sólo en los ámbitos ligados a la religión católica. Así los encontramos en instituciones públicas y particulares, se realizan concursos al respecto y los tenemos a la vista incluso en las plazas de las ciudades. Por supuesto, que la tradición en las clases humildes y con fuerte raigambre indígena el Día de Muertos se mantuvo y ahora es algo que México presume por su fuerza cultural, que está ligada no sólo a la materia sino a la  espiritualidad que gran parte de nuestra población mantiene al considerar que en ese día de una forma u otra se mantiene una relación con nuestros fallecidos a través de su recuerdo.

Ahora el Halloween se ha mexicanizado y los disfraces ya no son tanto de brujas, espectros o fantasmas, sino que  aparecen otros elementos tradicionales como son los esqueletos y calaveras, las llamadas “Catrinas” y otras figuras alusivas a la muerte que provienen de aspectos artísticos populares e incluso el reclamo de los niños y jóvenes es para  que se les dé una “calaverita” o una ofrenda de muertos.

Sin embargo ahora se quiere incorporar a la celebración del Día de Muertos un rito contrario a cualquier idea realmente religiosa y que puede inducir a la adoración de la figura de la muerte, a la que se le da el calificativo de “Santa” y por tanto estaríamos en presencia de  “La Santa Muerte”. Ese personaje ya había aparecido desde hace años en México reverenciado por ciertas clases vinculadas a las bandas delictuosas y como protectora de quienes hacen directa o indirectamente del delito una forma de vivir. Ahora en algunos lugares, entre otros, en León, se ha comenzado a celebrar a la Santa Muerte en el mismo día o cercano a nuestro Día de Muertos.

Esa creencia es una amenaza nociva no sólo en cuanto que distorsiona el sentido de nuestra fiesta tradicional, sino porque en realidad carece de sustento religioso y por supuesto que es contraria a lo que no solamente el catolicismo proclama, sino en contra del cristianismo mismo. Se le quiere dar a la muerte la categoría de Santa, y ello no es posible porque sólo es un acontecimiento más en el ámbito de los seres vivientes que no puede tener esa categoría.

La santidad es propia y exclusiva de los seres humanos que por su vida han merecido ser elevados a esa categoría. La muerte no es ni buena ni mala, ni santa o no santa, simplemente es la muerte, la cesación de la vida. Cuando se le da la esencia de Santa se trastoca lo que es la santidad. Ahora bien, el peligro social es que ese rito, al vincularse con la religión, el crimen y la maldad, adquiera cierto grado de legitimidad a la luz de mentes poco educadas. Lo que vendría a complicar más aún la lucha en contra del crimen organizado y de quienes aprovechan su presencia para delinquir a su sombra o para proteger a los criminales.

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