La vida sería muy distinta si los elevadores no tuvieran espejos. ¿Es necesario que contemplemos nuestro rostro en compañía de desconocidos mientras viajamos en una celda de paredes metálicas? En esas circunstancias nuestra expresión resulta poco esperanzadora. Aunque entremos al elevador en estado de exultante frenesí, de inmediato sucumbimos al malestar del encierro y de subir o bajar a expensas de un mecanismo incontrolable. El miedo a caer está impregnado en la parte reptiliana del cerebro, forjada en la época en que nuestros antepasados se desplomaban a cada rato de los árboles.

En 1958 Louis Malle filmó su película Ascensor para el cadalso, título atractivo pero redundante, pues todo elevador es, en sí mismo, una representación del cadalso. No ha nacido la persona que ahí tenga aspecto saludable. La frase que más se pronuncia en los traslados verticales es: “¡Qué cara tengo!”.

Si sabemos que ese espacio es incómodo, ¿por qué tiene espejos? ¿Qué utilidad social cumplimos al ver nuestra cara de susto? La humanidad podría ahorrarse millones de dólares suprimiendo por decreto universal los espejos de todos los elevadores.

Sería un alivio prescindir de esa incesante confrontación con caras que han dormido demasiado poco. Sin embargo, a pesar de los indudables beneficios que eso traería, en todas partes encontramos la incómoda caja de la confrontación, cuya crueldad se perfecciona con la luz que cae del techo. Supongo que hay distintos modelos de focos para ascensores, pero todos producen un efecto de morgue. La piel adquiere ahí un aspecto cerúleo, hinchado, en el que resaltan las manchas, las arrugas, las ojeras. Hasta un zombie empeora bajo ese agraviante resplandor.

De acuerdo con Stendhal, la novela es “un espejo que viaja a lo largo de un camino”. La descripción resulta atractiva porque esa superficie refleja el mundo, no la cara del novelista que padece agruras mientras crea a sus personajes. Sería exagerado decir que en el elevador nos vemos “por dentro”, pero nos sentimos tan mal que se trata de una experiencia interior (la contemplación de unas pecas repentinas nos lleva a la tristeza de existir).

Supongo que el inventor de los espejos que viajan en elevadores fue alguien que nunca estaba bien peinado y consideraba imprescindible contener sus sobresaltos capilares. Si tienes una cita en el piso 14, el espejo te ofrece la oportunidad de revisar tu peinado durante 13 pisos. ¿Contribuye esto a la civilización? No lo creo; en gran medida porque la utilidad de encontrar un mechón rebelde apenas se compara con el horror de ver esa cara que parece salida de un pantano. Lo que ganas en apariencia lo pierdes en autoestima. El carácter depende menos del fleco que del cerebro que lo porta.

Estas consideraciones abren paso a otra interpretación del asunto. Es posible que los espejos errantes no hayan sido creados con el propósito cómplice de permitir que una viajera se retoque el lipstick, sino para ponernos en contacto con algo más profundo: nuestro destino ineluctable. En las ferias, los espejos cóncavos y convexos transforman las facciones en evidentes caricaturas, y artistas como Anish Kapoor han creado dispositivos de azogue para que nos veamos de cabeza o divididos en dos partes. En estos casos, la distorsión del cuerpo divierte porque nos enfrenta a las más exageradas, y por lo tanto inverosímiles, opciones de nosotros mismos.

En cambio, el espejo del elevador acrecienta lo que en verdad somos. No ofrece un truco óptico, sino una descarnada versión de nuestra nariz y nuestras cejas. En ningún otro sitio nos sometemos a una más cruda inspección facial.

Desde el punto de vista mitológico, es lo más cerca que podemos estar del espejo humeante de Tezcatlipoca, el círculo de obsidiana donde los seres humanos y los demás dioses del panteón azteca escrutaban su destino.

Entramos a un elevador para contemplar nuestra condición inescapable, para vernos con autenticidad de la peor manera.

¿Los espejos están ahí para humillarnos? No lo creo. Un fondo optimista anima esa invención. Cuando las puertas se abren, vuelves al mundo en el que nada te refleja con tan agresiva precisión, un mundo imperfecto que sin embargo permite tolerar la cara, o la máscara, que te ha tocado en suerte.

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