Pararse a las cinco de la mañana a regar un jardín es saludable. Pero, claro, la actividad toca fibras sensibles muy diversas que, desde luego, hay que tomar en cuenta. Se puede anotar que  las personas que riegan, relajadas, empiezan su día con la esperanza plena de que lo atendido florecerá y colmará con bondad sus esfuerzos tempranos. Si tratamos de un aspecto ecológico, por ejemplo, se dice que un terreno que recibe las agua en las primeras horas del día, pueden absorber positivamente las  humedades  lejos de amenazas, como:   vientos matinales  o la fogosidad de los espléndidos rayos solares del amanecer. Vale la pena también anotar que el ahorro de agua se ve favorecido al poder observar objetivamente la impregnación de la parte ajardinada. Y, sin embargo, como en todo, no se canta hacia puras bendiciones: el  agua conducida entre tubos, llaves, manguera y rociadores, al chocar en las primera horas del día con el follaje,  tiene la sonoridad suficiente para entorpecer el sueño aledaño  de moradores  que dormitan a placer los últimos horarios del descanso.

Bastantes años atrás, familiarmente, ocupamos  una casa recién edificada  en la calle Colombia del fraccionamiento La hacienda. Fuimos, en ese tiempo, de los primeros pobladores que llegaron a ese lugar. Un buen día se desocupó la vivienda contigua a de la izquierda de la nuestra y se puso en renta. No tardó demasiado tiempo en llegar un camión de mudanzas transportando un menaje de casa. Los vecinos, en una actitud imperturbable y pasiva, vimos a los cargadores hacer sus maniobras de descarga y a los dueños de los enseres dirigiendo las actividades  con las lógicas preocupaciones del cuidado. Y bien, una vez  terminados los movimientos,  todos los moradores, los ya conocidos volvimos a la calma con la duda de cuál sería la familia que recién llegada. De no recordar mal, unos tres días después, mi esposa me puso a leer una queja aparecida en un periódico de la ciudad. El que firmaba el artículo se quejaba de haber llegado a un rumbo en donde todo mundo veía con curiosidad su actividad de desembarco, sin haber recibido ningún tipo de aliento o ayuda de las personas mironas. La familia que llegaba a radicar a Irapuato, allá por ese año de 1984, era la familia encabezada por Cheres y el ahora ya finado, licenciado José Pérez Chowell.

Pocos días después apareció otra columna, ahora, sobre nosotros, los Mac-Swiney  Almazán. Pérez Chowell  escribía que éramos gente que vivíamos y dejábamos vivir, pero con tacto, se quejaba del escándalo de nuestros hijos y de la lata de mi regada de jardín a las cinco de la mañana. Y, claro, hubo necesidad de bajarle un poco de volumen de las cosas para no salir tan seguido en la prensa. Vaya mi recuerdo por ese gran vecino y noble caballero, el licenciado José Pérez Chowell, al que espero que  Dios, tenga en su Santa Gloria.

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