De una manera u otra, la administración pública no ha podido cumplir con su objetivo primordial de proveer a la sociedad de la paz y el bien común que todos anhelamos.

     Sin embargo, les puedo asegurar con toda certeza, que no es por falta de voluntad administrativa o política, ni por indolencia o actitud reprobable que dé alguna impresión por el estilo sino que, gracias al muy honorable Congreso de la Unión, que ha determinado hacer una serie de modificaciones en la legislación penal, se deduce que ha preferido simpatizar con un populismo barato a cambio de sacrificar de muchas de sus libertades esenciales a la inmensa mayoría de la población.

     Tanto los poderes ejecutivos como judiciales, se deben ajustar a los lineamientos marcados por el poder legislativo o las legislaturas de los Estados y, los Derechos Humanos son los vigilantes del estricto cumplimiento de las garantías individuales contempladas en nuestra Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

     Y es en este punto en el que todos padecemos un largo y penoso viacrucis que se confirma con la excepción hecha al trato preferencial otorgado a los delincuentes que violentan e incurren en cualquiera de los previstos señalados por los marcos normativos penales.

     Uno de los argumentos esgrimidos por quienes desempeñan la delicada función de vigilancia, supervisión, fiscalización, etc., de los derechos humanos a efecto de que la autoridad no violente derechos de los delincuentes ni con el ápice del pétalo de una rosa, aún aquellos que sean sorprendidos “in fraganti”.

     Esto demuestra que han dejado claramente marcada su actitud de ignorar (¿deliberadamente?) los derechos del pacífico y trabajador ciudadano que también debe ser objeto de esa protección que tan celosamente dicen cumplir.

En efecto, como ya lo he señalado “… es muy importante entender que es acertada la práctica de inclinar la balanza a favor de ofrecer mayor protección a la seguridad pública (porque representa a toda la población) y no en la dirección de los derechos del delincuente.”

     De tal modo, es preciso tener presente que el texto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 está inspirado, sin lugar a duda alguna, en el de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue adoptada por la Tercera Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948 en París, Francia.

     Con estos breves antecedentes es posible afirmar que los Derechos Humanos son “el reconocimiento de la dignidad inalienable de los seres humanos”. ¡Ojo! “… la dignidad inalienable de los seres humanos…” y no solo de los delincuentes.

     ¿Acaso alguien ha oído el clamor de los Derechos Humanos porque la autoridad no ha actuado cuando un puñado de aguerridas personas secuestra un despacho de abogados con personal en su interior? ¿No está tipificada como delito la privación ilegal de la libertad?

     ¿Alguien ha escuchado o leído alguna “recomendación” de los Derechos Humanos” por la falta de cumplimiento de la autoridad en el hecho de otorgar y garantizar la seguridad pública, ante el tsunami de asaltos, robos, lesiones u homicidios, según el artículo 115 constitucional?

     ¿Alguien conoce alguna “recomendación” de Derechos Humanos para que se haga uso de fuerza letal cuando se trate de proteger a la sociedad desarmada y sea agredida en su persona, familia o patrimonio por la delincuencia?

     ¿Será necesario que lleguemos al extremo expuesto por José Martí (1853-1895) cuando expresó que “Los derechos se toman, no se piden; se arrancan, no se mendigan?

     ¿Hasta cuando se abusará de nuestra paciencia?

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