El niño que vendió su alma al diablo, el más reciente libro del poeta Aleqs Garrigóz, inclina su atención en la figura de la maldad como motivo literario. Pone de nuevo sobre la mesa la raíz de la literatura contemporánea: el hecho de negarse a seguir un camino útil a la sociedad capitalista. Rebeldía o lucha por labrarse una conciencia al margen de la sociedad, la labor del poeta a partir del romanticismo es el reconocimiento de que el caos, la noche y la destrucción, son principios fundamentales de todas las cosas. Pensar en el mal es enfrentarse a la posibilidad de la elección. Sólo basta regresar a los orígenes bíblicos para constatar que en la rebeldía satánica se halla nuestro drama cotidiano: servir a otros o servirnos a nosotros mismos.
Vender el alma diablo, en la obra, es mirarse en el espejo y dejar ahí “el asombro del que era capaz, mientras me peinaba el cabello con una cruel partidura del lado del corazón”. Roto el cuerpo, con una prosa sencilla y por ratos sensiblera, esta nueva versión luciferina se reconoce en la finitud por excelencia: la muerte que nos arroja al mundo llorando para acabar llorando en el día último de la vida -como dice una canción de José Alfredo Jiménez-. El mal entonces es todo lo que sucede a partir del reconocimiento individual que quiere salirse de su propio cauce, porque que se sabe diferente, separado del tiempo mítico. La vida, ahí, en ese distanciamiento, “es un viento tan fuerte/ que llega para rompernos los huesos”, pues ¿quién no siente un desgarramiento primordial cuando se sabe alejado de los otros?, ¿quién no siente que sus huesos se quiebran ante esa rebeldía, ante ese aniquilamiento que significa un despertar pleno de conciencia?
Octavio Paz dice que en toda la poesía occidental hay dos términos absolutos: la soledad y la comunión. El segundo está fundado en la confianza, en la inocencia de quien mira al mundo con ojos encantados y se sabe partícipe del todo. El primero nace de una profunda desconfianza, de un enfrentamiento acaso involuntario donde “el sol se ha nublado”. No estoy seguro si El niño que vendió su alma al diablo recorre ese camino a profundidad, si su aliento prosódico ha mirado al espejo con el rigor suficiente para desconfiar del mundo, para no servir siquiera a las palabras escritas a manera de diario personal, si las fechas que signan los poemas, iniciados el 18 de diciembre del 2010 y finalizados el 24 de enero del 2011, son guiños o indicaciones involuntarias para rastrear el combate entre el hombre nostálgico y el niño que vivió la pérdida de su inocencia. La inocencia en este libro no deja de serlo del todo, pues el poeta no mira enteramente su rostro luciferino en el espejo; aunque diga “No habrá aplausos al final del recital”, afirma por negación su esperanza última: regresar a la fuente, volverse uno con el misterio, confundirse con el todo en la noche de los tiempos. Esa esperanza acaso diga mucho. Es decir: acaso nombra los lazos poéticos de Garrigóz no como un poeta de nuestro tiempo, sino como un hombre de otras latitudes que, como todo viajero, halla y no halla su hogar en el mundo.