Me parece que el anecdotario de la gente que crece en edad puede, con el paso de los años, distorsionarse e ir a parar a los terrenos de pláticas saturadas de ficción. Bueno, pero como todo, no es una ley rígida y absoluta. Hay de todo: ancianos con memorias prodigiosas e historias ciertas, abuelos que con gracia y sin dolo hacen creer cosas que no son verdades y finalmente, vejetes de cuya plática no debe de creerse ni el bendito. Recuerdo que siendo yo un infante, allá entre los años cuarentas del siglo que pasó, tuve oportunidad de platicar con supuestos militantes de la guerra cristera. Vicente (omito a propósito su apellido), uno de ellos, era un mozo que trataba con frecuencia y aseguraba que en la revuelta, cuando él mataba a un contrario, le daba brincos, como de gusto, la muñeca de su brazo derecho. El detalle, claro, como yo no he matado y como tampoco me junto con matones, pues jamás lo he podido tener en el archivo de las verdades. Pero, para mi gusto, desde aquellos ayeres, el buen Chente nada más me tomaba el pelo.
Hubo otro tiempo en que me junte con pescadores. Esos, como luego dicen, son más largos que la cuaresma. En Tamaulipas hay un hermoso lugar que se llama La Pesca, del municipio de Soto la Marina. La Pesca, enmarcada por el impresionante paisaje de la Laguna Madre y más allá el Golfo de México es un lugar de ensueño. Un fin se semana decidimos, desde Tampico, ir allá a pescar truchas de temporada un amiguito de nombre Joaquín (omito a propósito su apellido) y yo. Había que hospedarse por una noche de viernes y convivir con aficionados al deporte que arribaban de Monterrey, Nuevo Laredo, Matamoros y demás cercanías, para salir temprano el sábado, en lanchas rentadas y manejadas por expertos de la zona, a vivir las aventuras previamente fantaseadas. Joaquín llevaba dos hieleras como de 45 litros cada una. Y bueno, todo empezó como a las seis de la mañana y terminó, bien, allá como a las catorce horas. Joaquín y yo atrapamos como cuarenta truchas que, si acaso, llegaron a ocupar la mitad de una hielera. Entonces Joaquín le dijo al lanchero: llévame a comprar más truchas con algún pescador nativo porque yo ofrecí regalarles truchas a todos mis familiares. Y sucedió que de esa manera sí llenamos a rebozar ambas hieleras. Pero Joaquín, con voz baja le comento al lanchero: tú al llegar al hotel te mantienes calladito en el muelle frente a las personas que ahí se encuentren. Y así fue. Total que en nuestro desembarco se acercaron los pescadores con los que habíamos hablado la noche anterior y los dejamos azorados con el volumen de nuestra captura. Al final, Joaquín y yo, muy orondos, nos regresamos a Tampico.
Total, parece que al alejarnos de la verdad muchos terminamos siendo otros.
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