El día 15 de este mes fue asesinado en Culiacán Sinaloa un periodista de nombre Javier Valdés que escribía en un semanario de esa ciudad y era además corresponsal de un periódico de la Ciudad de México. Fue muerto, casi seguramente, por lo que publicaba en ese semanario en donde hacía referencia frecuente al narcotráfico y a todo lo que está ligado con esto. Su muerte caló muy hondo, no sólo por la circunstancia de la veracidad de los temas que trataba, sino también porque precisamente su compromiso periodístico era conocido en el ámbito de los medios de comunicación y porque solamente unos días antes había hecho referencia a lo peligroso de la profesión reportero y de que estaban expuestos a ser muertos para acallarlos, pero que no lo lograrían.
Pronto sus compañeros periodistas de provincia, casi al día siguiente de su fallecimiento, alzaron la voz para exigir que el asesinato no quedara impune. El mismo reclamo rápidamente se escuchó en muchas partes de nuestro país, los reporteros y columnistas de los diferentes diarios, incluidos los de la Ciudad de México, apoyaron el grito de los provincianos. Las exigencias manifestadas en la prensa y en las marchas en las calles, hicieron surgir lo que ya viene siendo costumbre en situaciones parecidas. Que las autoridades rápidamente señalan que el crimen no quedará impune, que se utilizarán todos los recursos municipales, estatales y federales para encontrar los culpables y someterlos a la acción de la justicia. Por supuesto que los políticos, titulares en muchos casos de los poderes federales o estatales, hacen saber su aflicción por el acontecimiento y convocan para encontrar medidas que permitan evitar ese tipo de situaciones y que lleven a encontrar a los culpables. En el caso de Javier Valdés, inmediatamente se activaron las actividades legislativas para continuar con las iniciativas de ley para la protección de los periodistas y de activistas sociales, de suerte que existan normas precisas y concretas para la protección de quienes se dedican a la labor periodística o a la defensa de los derechos humanos; como si las actuales civiles y penales no fueran suficientes. Por supuesto que el Presidente de la República y los gobernadores también dan a conocer su indignación por el crimen, y rápidamente se reúnen para buscar soluciones al respecto. En los estados de la República que todavía no tienen una ley proteccionista en el sentido señalado, los legisladores locales rápidamente desempolvan los proyectos ya presentados y les dan el trámite necesario para que a la brevedad las normas especialmente protectoras de periodistas y de activistas sociales se den a la luz.
En el caso de Guanajuato un proyecto de ley rápidamente se somete al dictamen de la Comisión correspondiente y está listo para que pronto el pleno determine al respecto.
Así, pues, los legisladores y autoridades encargadas de velar por la seguridad pública, es decir por la seguridad de todos y cada uno de los ciudadanos, se unen implícitamente al reclamo, como si éste no se hiciera a ellas por su falta de atingencia para proporcionar esa seguridad no sólo a los periodistas sino a todos y cada uno de los habitantes de nuestro país, y con sus promesas de pronto tener los instrumentos legales precisos y concretos para proteger a los periodistas, parecen descargarse de la falta de cumplimiento de aquella obligación por la ausencia de leyes especiales, dejando a un lado el problema fundamental que es no solamente la inseguridad de quienes se dedican al periodismo o al activismo social, sino la de todos y cada uno de los mexicanos, pero sobre todo de aquellos que viven en las zonas en donde el narcotráfico y el crimen organizado diariamente surgen con la carga de muerte que conlleva su actividad.
Me parece que independientemente de leyes de protección a los periodistas y activistas sociales, la aplicación efectiva y honrada de las normas del derecho penal ya existentes sería suficiente para darles la protección que ahora se reclama. Ello es así, pues en los códigos penales ya están los delitos de amenazas, secuestro, lesiones, homicidio y otros, de tal manera que si las autoridades encargadas de la prevención y la averiguación de los delitos, actuarán con eficiencia y honradez, esas leyes especiales no tendrían para qué hacerse. En realidad, la protección que se reclama y que se dice se va a otorgar de manera especial, no sería necesaria si a nivel general la seguridad pública se obtuviera en una medida importante y también la impunidad no fuera lo ordinario en muchos, muchísimos, de los delitos que se cometen, sobre todo en los vinculados con el narcotráfico y el crimen organizado. No es malo que se pretenda proteger de manera especial a un gremio o a una actividad, pero eso no es algo que pueda ser verdaderamente un remedio. Éste no puede ser sino, “seguridad para todos y ausencia de impunidad”.