La niña mira el vacío como si estuviera fascinada por la idea de sentir la velocidad del aire alrededor de su cuerpo mientras la gravedad la empuja dos pisos más abajo hacia el patio de cemento de su escuela. Sus manos aún se asen al barandal que tienes a sus espaldas, mientras los demás niños desde diferentes puntos le gritan que no se tire. La mano que empuña el celular, por la voz que se escucha en la grabación, es también la de una niña. Una mujer adulta llega deprisa por detrás e intenta abrazar a la jovencita, quien pareciera necesitar de ese contacto para decidir saltar y estrellarse contra el piso. Tras los gritos, el de la camarógrafa incluida, varias alumnas de la escuela corren a asistir el cuerpo caído, mientras una mujer con escoba y recogedor en mano cruza el patio con total indiferencia, como si nada hubiera sucedido, como si todos los días llovieran niñas del cielo. La escena, de 17 segundos de duración, fue grabada en una escuela de Guadalajara y, según se comenta en las redes, se presume que acaeció como el último paso de un macabro juego llamado la ballena azul.

Hay mucha especulación respecto a este ritual que al parecer surgió en Rusia y al que se endilgan varios suicidios. Está compuesto por 50 retos que exigen a su ejecutante superar pruebas tan irracionales como perniciosas, entre ellas: realizarse cortes con cuchillas en las extremidades, encarar precipicios, recibir de un administrador una fecha de muerte, que debe aceptarse y ejecutarse mediante un salto de un edificio elevado. La ballena azul navega por el internet y, para usar ese argot tan primitivo de las redes, se está volviendo viral entre los jóvenes del mundo occidental.

Desde hace algunos años, se ha vuelto común lanzar videos retando a los demás a realizar pruebas estúpidas, muchas de ellas muy inocentes como lanzarse un cubo de agua helada, o más perversas como embutir el cráneo en un condón de látex. Por supuesto, una cámara debe registrar y posteriormente divulgar a escala planetaria el cumplimiento estricto de estas ordalías posmodernas.

El exceso de ocio y el afán de obtener esos minutos de fama que profetizó Andy Warhol impelen a muchos a responder el llamado y salir de la anodina cotidianeidad donde los desafíos cibernéticos más escabrosos provienen de la página web del SAT…

Los nuevos paladines son los youtubers, extraña casta de jóvenes ociosos que fabrican videos frenéticos, plagados de muecas, gritos y cortes de edición donde incitan a devorar chiles habaneros a mordiscos, o ejecutar las más absurdas tareas en siete segundos. Hay mucho por qué preocuparse. Por un lado, obtienen millones de respuestas de fans que los aclaman y, por supuesto, reciben dinero de patrocinadores por exaltar la sinrazón, la huida de los verdaderos retos. La ballena azul desciende de este tipo de actividades de manipulación, y se aprovecha de la soledad de millones de jóvenes que han crecido pegados a la pantalla del celular o la tableta electrónica.

Como la mujer que cruza con indiferencia el patio de la escuela, muchos padres prefieren abstenerse de conocer qué hacen sus hijos en las redes. Fomentaron desde la más tierna infancia el acceso a los dispositivos electrónicos como anestésico. Desde hace años es común ver a los niños de dos o tres años sentados en la mesa familiar con una tableta electrónica. “Así se está tranquilo y no da lata”, arguyen sus orgullosos padres, expertos en dotar a sus hijos de dispositivos bajo el argumento falaz de que “los chicos ya vienen con un chip integrado”. Mismos padres, que al ser encarados en grupos de Whastapp, carecen de la mínima cultura para discutir o comunicar. Y, en consecuencia, muy poco les importa estimular en sus vástagos el pensamiento crítico o por lo menos limitar el tiempo de exposición y los contenidos que consumen. Este abandono a lo virtual, esta exaltación del comportamiento ocioso y desdén por los retos reales nutren a la ballena azul y a otros grupos como el tristemente célebre la Legión de Holk.

Pero también, ante la visión de la chica encantada frente al vacío que la invita, vale la pena preguntarnos también con toda seriedad: ¿En el mundo que creamos los adultos, cuáles son las expectativas de futuro de nuestros jóvenes?

 

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