Fundada por Samuel Beeton en 1860, el Beeton’s Christmas Annual, un anuario recopilatorio de novelas cortas, relatos, caricaturas y mucha publicidad, era una publicación con cierto prestigio cuando en 1887, un joven médico que se aburría en su consultorio casi sin pacientes, A. Conan Doyle, publicó la primera historia de su inmortal personaje, Sherlock Holmes, titulada Estudio en escarlata. El doctor ya había escrito algunos relatos de aventuras e históricos previos, echando mano de las experiencias como médico a bordo de buques mercantes.
Inspirado en un profesor de medicina forense, Joseph Bell, conocido durante sus estudios en Edimburgo, Holmes no era por entonces su creación favorita. Aunque al año siguiente de publicada en el anuario, la noveleta se publicaría de manera independiente con ilustraciones hechas, según comentan, por el padre alcohólico y desconsiderado de Conan Doyle, el joven médico consideraba que su texto histórico, casi desconocido en la actualidad, Micah Clarke, era lo más literario que había creado hasta entonces. Pensaba, además, que tanto ese género y como el de misterio catapultarían su incipiente carrera literaria.
No obstante, Holmes pegó más fuerte, y curiosamente lo hizo más en los Estados Unidos que en Inglaterra. En agosto de 1889, Joseph Marshall Stoddart, editor de la revista mensual Lippincott’s de Filadelfia, visitó Londres para preparar una edición británica de su publicación. Se entrevistó la misma tarde, en el elegante hotel Langham con Conan Doyle y Oscar Wilde, este último ya bastante reconocido. Al doctor, le encargaría otra historia del detective que lo había cautivado en su persecución, en conjunto con su nuevo roomie, el Dr. Watson, de un asesino de mormones sobre suelo londinense. En consecuencia, Doyle escribiría El signo de los cuatro, publicado en febrero de 1890 con gran éxito, y serviría tanto para que Doyle se decantara por la escritura policiaca, como para afianzar el prestigio del inquilino del 221B de Baker Street en los lectores de la época.
Tras estos primeros pasos, Doyle cambiaría de formato y editor; de la nouvelle pasó a los relatos breves que aparecían de forma individual en la revista Strand, que editó hasta mediados del siglo XX a grandes autores del género como Agatha Christie, Dorothy Sayers, George Simenon o Edgar Wallace, por sólo mencionar algunos.
Y volviendo a aquella entrevista en el Langham, entre el editor, el dandy y el joven galeno, no estaría de más comentar, aunque me salga del tema, que Wilde, producto de aquel encuentro, publicaría también al año siguiente en el Lippincott’s Magazine su extraordinaria novela, El retrato de Dorian Gray. Vaya tarde.
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