Enciendes el motor y conduces hacia ningún lugar. No sabes en qué momento tomaste la decisión de salir, pero quizá sea buena idea sólo andar y despejar un poco tu mente. Evitas las avenidas congestionadas aunque te confundes con los sentidos de las calles. Notas que en la pantalla del coche aparece <Ingrese destino>. Esa última palabra es bastante divertida ¿o es bastante estúpida? La escuchas siempre que utilizas el GPS y cuando los ingenuos tiene esas charlas estereotipadas e intrascendentes que tanto te desagradan. Probablemente sean más felices tú pero aseguras que no te importa. 
Conduces por un rato y miras de soslayo el indicador de combustible. Hubiera sido mejor ir caminando, así al menos no perjudicarías tu economía. Te vienen a la mente las inmensas producciones audiovisuales que son los comerciales de automóviles. Parece que la libertad es estar conduciendo un BMW a toda velocidad con una rubia buenísima que te tirarás en cuanto llegues a la habitación. Sonríes. No cabe duda, la libertad es proporcional a la cantidad de dinero que tengas en la cuenta bancaría. Podrías pretender, sólo un rato, que eres corredor de autos pero tienes miedo a recibir una infracción. Estás aburrido, observas los rostros de los conductores y te parece que, sentados frente a ese volante, están condenados a arrastrar una roca hasta la cima de una montaña. Sus cinturones de seguridad se asemejan a cadenas que se ajustan hasta dejarte sin aliento. 
Sientes nauseas. No sabes si es por el asco de ti mismo o si es el exceso de tabaco y alimentos procesados. Nunca fuiste bueno entablando relaciones, mirabas a las personas y te parecían aburridas, simplonas, pusilánimes. Tal vez las envidiabas. Tener a un costado a la rubia de grandes senos sería divertido, te mirarían con asombro y conjeturarían acerca de tu dinero, tu fama o el tamaño de tu pene. Un semáforo en rojo y una enorme fila de coches detenidos. Saliste porque querías escapar y ahora sólo piensas en volver a casa.
Quizás estabas libre y anhelas una prisión en la que puedas entretenerte.
Nunca te agradó estar en un sólo lugar pero al mismo tiempo tus viajes siempre terminaban en una enorme tristeza y la esperanza de regresar a ese lugar seguro y aburrido que tanto odias pero que esperas nunca dejar. 
El vecino murió hace dos semanas. Sólo tenía una pierna y era bastante cascarrabias. Un día se cayó por la escalera. Su esposa aún me parece baste buena. 
Un milagro sucede y encuentras un sitio para estacionarte sin pagar. Revisas tu teléfono y crees que llamar a un amigo será lo más conveniente. Seleccionas un contacto y escuchas expectante. No hay respuesta. El sonido pregrabado y el maldito buzón de voz suenan como la voz de dios que se burla de tu patética necesidad por desahogarte. No lo intentas de nuevo. Es lo mejor. Desde hace un tiempo ninguno de tus amigos quiere hablar contigo. Prefieren salir con gente más amena y elocuente. Montón de idiotas, piensas. Si tan sólo alguien hubiera atendido podrías haber sido feliz unos minutos. 
Te vas. Dejas el auto abandonado y caminas como si nunca planearas regresar. El barrio tiene mala pinta. Te llamas estúpido por estar en este gueto sin ninguna razón. El hastío se convierte en miedo y decides regresar. No puedes negar que te preocupa un asalto. Hace tiempo pensaste en escribir un diario o tal vez un par de cuentos, pero nunca lo has hecho. Te sentabas y mirabas el monitor, pero las palabras parecían redundantes y carentes de sentido. Siempre te aburrieron esas insulsas historias de melancolía y tristeza. Te enardece una historia con un protagonista nihilista, esas clásicas historias de suicidios, depresión y soledad que tanto escribes cuando estás borracho. Esas historias que escribes en segunda persona para ser (según tú) más dramático. Tu auto sigue en su lugar. Aliviado pero aún sin un propósito, enciendes el motor y resuelves que ha sido demasiado para esa ocasión. 
Rumbo a casa reconsideras aquella tarde en que tu compañero te sugiero ir a terapia. 
No tienes dinero, y aunque lo tuvieras, odiarías la idea de enriquecer a un sujeto que se hace de plata a costa de los problemas de otros. Enciendes la radio y rompes en llanto. Es la canción que escuchabas con una tal Mariana mientras se paseaban en busca de bares y cafés para dialogar sobre tus exquisitas lecturas. Ni siquiera te causa emoción recordar aquellas embestidas en la sala de su casa y los gemidos que probablemente fingía. Nunca te gustó que te abrazara en la cama pero disfrutabas hacer el amor con ella. 
En todo el camino no has dejado de pensar en un montón de cosas y al mismo tiempo sientes que tu cabeza está vacía. Te aburren tus propias meditaciones. Algo te consuela, la botella de whisky que compraste en el mercado y la pornografía gratuita que tiene jodido tu computador. Tal vez hubiera sido mejor ir caminando. 

 

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