Después de haber esquivado por dos o tres años la lectura del “Archipiélago Gulag”, obra del escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn, llegó el momento obligado de abordarlo en un determinado círculo de lectura que opera, como otros tantos, en la ciudad. Al pasar las hojas de la primera parte: “La industria penitenciaria”, se describen las escalofriantes barbaridades que José Stalin ordenaba “justificadamente” a favor del hecho patrio de implantar un estado comunista en la Rusia de la primera mitad del siglo pasado: una vez que el triunfo de la revolución de 1917 iniciaba su poder bajo el régimen político del partido bolchevique. Las escenas de avasallo, en el libro, se presentan crudas, arbitrarias y dolientes; tanto, que al leerlas se dramatiza involuntariamente en el seno del corrillo literario al que arriba se mencionó. Pero, para fortuna de estos últimos, las sesiones mitigan el horror de las tragedias impresas con algunos “tiempos fuera” que se gastan entre charlas, aspiraciones y sorbos del aromático café recién servido sobre la comodidad de una mesa cómoda y pulcra.
Claro, ha pasado casi un siglo y las nefastas formas de los mal vivientes para abrirse camino en la vida tienen una mayor atrocidad a la narrada por Solzhenitsyn. De entrada, y fuera de toda inconformidad social establecida, cualquier grupo humano disidente o la individualidad del vulgar bandolero exceden la villanía del mal trato al semejante en este tiempo. Alguna vez en esta columna se ha manifestado que existen obras literarias que sin dejar de ser reconocidas como piezas de arte permanente, pierden espectacularidad en los sucesos con el paso de los años. Elijamos, por ejemplificar, pequeños fragmentos de una parte subtitulada “El arresto” de la escritura de Solzhenitsyn: “Hay que reconocer a los órganos de la Seguridad del Estado sus méritos: en una época en que los discursos de los oradores, las obras de teatro y la moda femenina parecen producidos en serie, las detenciones en cambio pueden presentar múltiples formas. Te llevan aparte en la entrada de la fábrica, una vez que te has identificado con el pase, y ya estás; te sacan directamente del quirófano, en plena operación y te meten en una celda medio muerto y ensangrentado; te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la caja de ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte; consigues a duras penas una entrevista con tu madre condenada, ¡y te la dan!, pero resulta que el careo precede a la detención”. Sin duda los métodos parecen, por mucho, estar superados en el mundo de ahora. Vamos, fuera de ideales trascendentes, el poder , el dinero y los AK-47 (diseñados por Mijaíl Kaláshnikov) ponen inmisericordemente contra la pared a gobiernos, sociedades e individuos.
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