¿Cómo no recordar aquel extenso patio de recreo en la Escuela Primaria Urbana Número 1 de Acámbaro? ¿Cómo no recordar los salones de clase, los maestros y los compañeros de la memorable Institución? ¿Cómo no recordar que hace 70 años entre la bola de chiquillos que iniciaban el curso de su primer año escolar apareció una persona que a la postre fue íntegro, jovial, bondadoso y que siempre estuvo cercano al escribidor de esta columna? Y bien, después de un largo caminar por sendas paralelas, el 25 de julio pasado, para la pena de este servidor de usted, estimado lector, falleció ese tan querido personaje, Adolfo Vieyra González, en la ciudad de Coatzacoalcos, víctima de un prolongado problema renal.

De acuerdo al pensamiento de los antiguos mexicanos sobre la muerte, Miguel de León Portilla, llegó a anotar: “hay una reflexión profunda al cambio y término. Ambos temas: inestabilidad de lo que existe y término fatal, que para el hombre significa la muerte, parecen ser los motivos que en la mayoría de los casos impelen al sabio indígena a meditar y a buscar un más hondo sentido de las cosas. Recordando la amistad y las cosas bellas, exclamaba así el señor Tecayehuatzin:

¡Águilas y Tigres! Uno por uno iremos pereciendo, ninguno quedará.

Meditadlo, oh príncipes de Huexotzingo, aunque sea jade, aunque sea oro, también tendrá que ir al lugar de los descarnados.”

Después, en la época colonial, con la evangelización cristiana, se colocó al hombre frente a un cruce de caminos en el momento de fallecer: podía ir a la gloria o podía caer en el infierno. Siendo la elección entre una ruta y otra, en base a merecimientos, dictada por un Dios Padre justo y omnipotente. El simbolismo religioso nos hace recordar lo trágico del evento a través de dos canillas cruzadas que sostienen en su centro una calavera, esperando al pie de una alta cruz, el ineludible juicio final.

Y en la irreverente modernidad mexicana, frente a una mezcla de costumbres prehispánicas y coloniales adoptadas, según mejor convenga, se encuentra lo chusco (Posadas, Rivera y, hasta en el último tiempo, el mundano de James Bond) y el respeto, frente al fenómeno no siempre deseado de la defunción.

Pero bueno, murió un magnífico amigo. Y ninguna de las tres históricas visiones del trance fúnebre puede paliar el dolor, la tristeza y la soledad provocadas por el hecho. Y sólo ha quedado, entre lágrimas, el tiempo de orar por un merecido descanso eterno.

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