La participación ciudadana no puede imaginarse sin una cuota de eso que llamamos conciencia social. Es decir, a los vínculos que unen la voluntad individual de tomar parte en una tarea colectiva con el entorno en el que se vive. El mundo no padecería conflictos sociales ni sufriría la depredación creciente de sus escasos recursos, si todos los seres humanos actuáramos sobre la base de lo que Max Weber llamó una ética de la responsabilidad (ética que, por cierto, le asignó especialmente a los políticos profesionales).

Pero ocurre que la mayor parte de las personas suele luchar por satisfacer sus intereses y sus necesidades individuales antes que permitirse trabajar por los demás. Y en la mayor parte de los casos, son esas necesidades e intereses privados los que mueven a los seres humanos a emprender actividades conjuntas con otros: los que empujan a la participación ciudadana.

La soberanía entregada a los pueblos les impone también ciertas obligaciones. Aquella idea de la responsabilidad que atañe a los gobiernos de los regímenes democráticos atraviesa también, necesariamente, por el comportamiento de los ciudadanos. No todo depende de las élites.

La responsabilidad es la primera de las virtudes públicas que vale la pena considerar. Ser libre también es ser responsable. Responsables ante nosotros y ante los demás.

El reconocimiento de las diferencias, de la diversidad de costumbres y formas de vida”. Comprender no significa aceptar siempre lo que otros opinen o hagan, sino reconocer que nadie tiene el monopolio de la verdad y aprender a respetar los puntos de vista ajenos. Sin comprensión, la participación ciudadana sería una práctica inútil: no llevaría al diálogo y a la reproducción de la democracia, sino a la confrontación y la guerra.

La solidaridad: ese término controvertido que es absolutamente indispensable para vivir una verdadera participación ciudadana.

La libertad puede existir sin igualdad – escribió Octavio Paz – y la igualdad sin libertad. La primera, aislada, ahonda las desigualdades y provoca las tiranías; la segunda oprime a la libertad y termina por aniquilarla. La fraternidad es el nexo que las comunica, la virtud que las humaniza y las armoniza. Su otro nombre es solidaridad, versión moderna de la antigua caridad. Una virtud que no conocieron ni los griegos ni los romanos, enamorados de la libertad pero ignorantes de la verdadera compasión.

Dadas las diferencias naturales entre los seres humanos, la igualdad es una aspiración ética que no puede realizarse sin recurrir al despotismo o a la acción de la fraternidad. Asimismo, mi libertad se enfrenta fatalmente a la libertad del otro. El único puente que puede reconciliar a estas dos hermanas enemigas es la fraternidad.

Existen cuatro condiciones básicas para que la participación ciudadana exista en un régimen democrático: el respeto de las garantías individuales, los canales institucionales y marcos jurídicos, la información y la confianza por parte de los ciudadanos hacia las instituciones democráticas.

Sin embargo, tras ochenta (o quizá quinientos años) de no tener la práctica de la participación ciudadana, nos sucede como en cualquier máquina que no se usa, se encuentra enmohecida, y para volver a funcionar requiere aceite y reconstrucción. Así es nuestra participación ciudadana.

Lo cierto es que necesitamos de la participación de los ciudadanos para que el gobierno tenga razón de ser. Con la supervisión de nuestras (os) gobernantes impedimos que tomen decisiones en función de sus intereses, y evitamos la corrupción, el fraude, los sobornos y otras prácticas deshonestas.

La participación ciudadana es aquella donde la sociedad posee una injerencia directa con el Estado; asimismo, tiene una visión más amplia de lo público. Esta participación está muy relacionada con el involucramiento de los ciudadanos en la administración pública. Los mecanismos de democracia directa (iniciativa de ley, referéndum, plebiscito y consultas ciudadanas), la revocación de mandato y la cooperación de los ciudadanos en la prestación de servicios o en la elaboración de políticas públicas, son formas de participación ciudadana.

Lo que selló totalmente al autoritarismo mexicano fue la falta de flujos de información. No había transparencia en cuanto al ejercicio del gasto público y las acciones del gobierno, y todas las decisiones se tomaban sin consultar a la ciudadanía. La rendición de cuentas era inexistente. Además, los medios de comunicación estaban controlados por el Estado. No podemos volver a caer en lo mismo.

La participación ciudadana no existió en el sistema político autoritario. La única manera de lograrlo era mediante las movilizaciones; y cuando no tenían respuesta, se acudía a la violencia. No existían los requisitos mínimos que necesita la participación ciudadana, es decir, no se respetaban los derechos fundamentales de los seres humanos, no había flujos de información y los ciudadanos no confiaban en las instituciones mexicanas.

Aunque ya está reglamentada la participación ciudadana, todavía permanece en un estado de aletargamiento. Si bien existe un número de personas que

participan activamente en los asuntos públicos, hay una cantidad mucho mayor que no está interesada en esas cuestiones.

Tanto la falta de información como la violación a los derechos fundamentales del ser humano, han creado un ambiente de incertidumbre en la población mexicana, y se manifiesta en la poca confianza que tienen hacia las instituciones democráticas del país.

Las personas no quieren tomar parte en los asuntos públicos, en primer lugar, porque no cuentan con la información suficiente para evaluar a los gobiernos o para involucrarse en la realización de programas y políticas públicas. En segundo, porque el gobierno sigue sin respetar las garantías individuales de las y los mexicanos, y en gran parte se han constituido Consejos ciudadanos a modo, y no se da la verdadera participación donde la ciudadanía intervenga desde la determinación de los presupuestos (muchas veces alegando que no se puede por ley). Para incentivar la participación ciudadana, debemos revertir este tipo de situaciones. Una manera de hacerlo es evitando la impunidad en México.

En nuestro país, las autoridades públicas no sufren ningún castigo ni procesos penales cuando incurren en un delito. En lugar de castigarlos, se les encubre, justifica, protege, solapa o ampara, y en el peor de los abusos se les premia. (Actualmente seguimos siendo lastimados por ese cáncer).

Sin embargo, no podemos erradicar la impunidad hasta que no haya una verdadera rendición de cuentas. Las autoridades mexicanas deben estar obligadas a rendirlas. Para lograrlo, gobierno y sociedad deben darse cuenta de que los verdaderos cambios no están solamente en las leyes, sino también en la conciencia de todas y todos los mexicanos.

 

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