In memoriam de Carlos Castillo Peraza
Que la inspiración de la esgrima intelectual de Carlos Castillo Peraza llegue pronto, México lo necesita. En estos momentos obnubilados por la medianía política en la que el tuerto es el rey de los ciegos, se requiere de la fuerza retórica que poseía Carlos, pero sobre todo de la descarga de ironía punzante, con la cual remataba a sus oponentes.
Los sepultaba en la cripta del ridículo más atroz, al esclarecer las falacias de un nacionalismo, muy publicitado, pero incapaz de explicar la enorme complejidad de nuestro país.
Consideramos que se están otorgando demasiadas concesiones, en el ámbito intelectual, a la nueva casta gobernante. Probablemente el miedo, el apabullamiento provocado por los ataques ad homine, los insultos y adjetivos soeces, lanzados desde el anonimato de los bots, así como las fintas de persecución política, han replegado a quienes pudieran dar respuesta apropiada al discurso de los neopopulistas, inspirado en el vetusto nacionalismo revolucionario.
No sólo hemos cambiado de Presidente el pasado diciembre, también nos hemos conseguido un maestro de historia patria, perteneciente a la más pura tradición del oficialismo educativo. Intenta evangelizarnos un mentor, de rala cultura y dueño de un razonamiento poco sofisticado.
Todas las mañanas nos receta alguna interpretación naif de sus periodos históricos favoritos. Sus personajes predilectos, son unos cuantos, en esencia los mismos a los que la historia oficial incita a encender incienso, en las escuelas públicas, huecas casi todas, de buenos maestros de historia.
Por eso hoy intentamos rescatar el recuerdo a Castillo Peraza, desde su luminoso ensayo sobre “La Cultura del Mural”, redactado para defenestrar al oficialismo que santificaba, a pies juntillas, a los héroes nacionales, otorgándoles la entronización al Olimpo mexicano.
Esa veneración, que en plena transición a la democracia, en los años finales del siglo pasado, ya resultaba, por decir lo menos, rancia y oxidada. No podíamos continuar con interpretaciones históricas tan rudimentarias y primitivas.
Por ello ahí hendió su afilado estilete el intelectual yucateco sobre la patética debilidad de una historia maniquea, manipulada ideológicamente, que sustentaba la legitimidad de un partido casi monopólico y alérgico a la democracia. Los mexicanos no podíamos ser tan torpes para aceptar narraciones tan cerriles e ingenuas.
En ese entonces Castillo atacó a sus adversarios con un ejemplo clarificador: La Cultura del Mural. Se refería a los virtuosos pinceles que durante los años 20″s y 30″s del siglo pasado, plasmaron multitud de imágenes en cuanto edificio público se podía, empezando por el Palacio Nacional.
Encabezados por el guanajuatense Diego Rivera, la pintura publicitaria rindió frutos para el oficialismo durante muchas décadas.
El mural político nos presenta una historia sin ambigüedades, los malos de un lado, los buenos del otro. No hay medias tintas, sino un arcoíris desbordado sobre las paredes de San Ildefonso, la Secretaría de Educación, el Hospicio Cabañas, el Poliforum y en Bellas Artes, de una historia candorosa, explicada a pubertos, por los más grandes pintores de México: Siqueiros, Orozco y sobre todo Rivera.
De ahí deviene la concepción idílica de Tenochtitlán y su mercado de Tlaltelolco, dibujado en un entorno colorido y de aguas límpidas. Hoy se conoce de la insalubridad que reinaba en el lugar, así como las pestes que azotaron a la ciudad desde antes de la llegada de los españoles.
Tampoco sus habitantes coinciden con su representación mural, ya que su bonhomía y armoniosa convivencia, contrasta con la violencia que desataron en contra de sus enemigos, a los que glotonamente se engullían, luego de sacrificarlos.
El heroísmo de un cura rebelde es parte de la narrativa perniciosa. El propio Hidalgo revela en su juicio su desquiciamiento, motivado por el frenesí que lo poseyó durante su insurrección, y que lo llevó a permitir devastadoras masacres de gachupines en Guanajuato y Guadalajara, lo que provocó el rompimiento con Allende. El motín, más que propiciarla, retardó la independencia.
El muralismo esculpió un Juárez herático, glorificado como sumo maestro de la política decimonónica. Sin embargo, sus claroscuros están documentados.
Desde los tratados internacionales entreguistas al imperio naciente de los Estados Unidos, hasta las mañas arteras para no expedir las leyes reglamentarias de la Constitución de 1856, con el fin de conservar las facultades discrecionales que lo sustentaban como autócrata y dueño de México. Pero la muerte lo sorprendió en el inicio de su dictadura.
Al día de hoy muchos mexicanos hemos leído más obras sobre la historia del país que sobrepasan con creces al libro de texto gratuito.
Pienso, entre otras, en las grandes biografías de Fernando del Paso, de Enrique Krauze, de Octavio Paz, Carlos Tello, Enrique Serna y José Fuentes Mares. Los ensayos de Carlos Fuentes, de Héctor Aguilar Camín y Javier García Diego.
Daniel Cosío Villegas nos mostró la crítica certera al nacionalismo revolucionario, en tanto historiadores como Jean Meyer, Hugh Thomas y Federich Katz, nos han entregado majestuosas obras que permiten matizar la narrativa histórica acomodaticia y simplona, promovida desde el muralismo.
No permitamos que nos estampen en el mural. La vida es compleja, llena de recovecos y vericuetos. Las personalidades de los líderes no son llanas, sino sembradas de altibajos.
El temperamento y las circunstancias, siempre cambiantes, hacen de la historia un regocijo de lecturas, que retan al intelecto, para lograr interpretaciones plausibles.
Créanlo, el maestro mañanero es malísimo. Por eso es aversivo a las evaluaciones. Lo reprobarían en historia a nivel medio. Sus lecturas son limitadas, no le interesa desentrañar la verdad, sino respaldar sus acciones políticas.
Su discurso, bajo una métrica propagandística, es reduccionista a unos cuantos personajes, a los que intenta emular en un contexto totalmente distinto, incluso, desideologizado.
Sus patrones interpretativos no casan con la substancia del mundo actual, de allí su desencuentro con la realidad de un país tan grande y diverso como México. Tampoco alcanza a interpretar los hechos históricos desde el contexto internacional, todo lo intenta descifrar desde el ombligo de la luna, por eso vive en una realidad bicolor.
Permitir que nuestra vida sea atrapada por la cultura del mural, no es opción de progreso para los mexicanos. Admirar la pericia artística y belleza de los frescos de grandes artistas, es un embeleso estético; mientras que utilizar el mensaje plasmado para gobernar a México, es conducirlo a la división y lucha intestina.
Son momentos históricos superados. Por eso debemos negarnos, firmemente, a ser representados como parte de un futuro mural.