De todos los cambios tecnológicos iniciados a principios del actual siglo ninguno se compara con el acceso a todo el conocimiento humano. La imaginación no daba para comprender cómo podrían, los inventores de los algoritmos de Google, almacenar en bancos de memoria todo lo que transita por el Internet. Ningún escritor de ciencia ficción, ni siquiera Arthur C. Clark, el visionario de “2001 Odisea del Espacio”, planteó alguna vez el tema.

Hoy tenemos al alcance de la mano cualquier información de todas las ciencias y las humanidades. Google se convierte en una de las empresas más importantes del mundo en apenas 20 años y permite la aceleración de todas las disciplinas. 

Cuando escribimos es posible verificar cualquier pregunta que se nos ocurra; si enfermamos podemos abrir un catálogo preciso de medicamentos, tratamientos o discusiones sobre la pertinencia de tal o cual remedio. Siempre con el riesgo de tomar decisiones propias equivocadas, pero la información está ahí y pronto podremos hacer consultas remotas a robots como Watson de IBM que ya ayuda a oncólogos a descifrar y diagnosticar la enfermedad del cáncer. 

Mucho se discute sobre la potencia del conocimiento para hacernos felices o aliviar las cargas naturales de vivir y prosperar. Sólo con ver a un enfermo de cáncer aliviado por un moderno tratamiento de quimioterapia o saber que la esperanza de vida de un recién nacido se multiplica por 10 en los últimos años, motiva a reflexionar que “quien nos puso en este mundo nos hizo seres para comprender”, según José Ortega y Gasset.

El tema no viene de hoy sino de siglos: tomemos el legado de San Pablo quien dice que somos libres cuando tenemos la verdad. Y la verdad posible en nuestro tiempo viene de las ciencias y las humanidades, de sus aplicaciones prácticas reflejadas en la tecnología. 

Todo esto viene a cuenta del momento que vivimos de oscuridad y datos falsos. La verdad a veces tarda en llegar, pero al final trasciende y prevalece. Si los nuevos gobiernos populistas como el de Estados Unidos, Gran Bretaña, México, Argentina o Venezuela se alejan de la verdad, se envuelven en teorías económicas “budú”; en creencias étnicas discriminatorias o en simple oportunismo político, los ciudadanos tendrán tiempo y oportunidad para cerciorarse de los engaños. 

La herramienta del conocimiento jamás se había popularizado tanto ni había sido tan barata. Un ejemplo simple son las enciclopedias,  los libros o las noticias. El problema es una abundancia que nos roba el tiempo y distrae y, en ocasiones, se convierte en adicción. Algo que resolveremos aprendiendo nuevos hábitos de consumo digital.

En Alemania, uno de los países más desarrollados, volvieron a la intimidad de los libros en papel, después de una explosión en la lectura digital hace 10 años. En los 70 comprábamos los libros en inglés en una tienda llamada American Book Store en el entonces D.F. Las publicaciones tardaban en llegar hasta dos meses. Hoy se baja en segundos o se pide impreso a Amazon para tenerlo en un par de días. 

La maravilla es que cualquier ciudadano con inquietudes y algo de tecnología puede ascender a la cúspide del conocimiento si le dedica esfuerzo. Las barreras quedan atrás y se abren más caminos y oportunidades. También surgen amenazas que no visualizamos antes como la pérdida de la privacidad, los ataques terroristas o los fraudes cibernéticos. Al final lo deseable es que los cambios, todos, nos hagan más humanos y civilizados, más sabios y compasivos.

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