La fotografía con decenas de mujeres jubilosas en un partido de futbol podría ser algo común en cualquier país occidental. Para Irán resulta un paso gigantesco en las libertades de la mujer (y de los hombres) después de la represión impuesta por los sacerdotes islámicos que gobiernan lo que fuera la antigua Persia.
Hay jóvenes, adolescentes y niñas, arregladas, hermosas. Con sonrisas amplias ondean la bandera nacional en un encuentro entre su equipo y el de Camboya. Los 14 goles propinados al país asiático son pocos comparados con el éxtasis deportivo de las mujeres que antes sólo veían los partidos en televisión.
Ahora gritan porras, vibran y viven como no lo habían hecho en una generación, desde que se instauró la teocracia islámica en 1981.
Detrás del triunfo hay un sacrificio, una inmolación de la joven que, disfrazada de hombre, acudió a un partido y fue descubierta. Sahar Khodayari fue apodada “la muchacha azul” por el club iraní de futbol Esteghlal, según narra la nota de la agencia de noticias AP.
Cuando supo que podían encarcelarla por seis años, se quitó la vida.
La FIFA presionó a Irán dejándolo fuera de los torneos internacionales si no abría las puertas de los estadios a las mujeres, como elemental respeto a los derechos humanos.
La ortodoxia religiosa islámica mantiene a 500 millones de mujeres como ciudadanos de segunda, como personas dependientes sin derechos fundamentales. Desde los talibanes quienes restringen su educación elemental, hasta los saudíes, quienes ni siquiera les permitían conducir automóviles o viajar en forma independiente.
Y si uno se asoma con criterio racional y liberal a las prácticas religiosas locales también existe una discriminación implícita en lo que puede hacer y no hacer una mujer. El sacerdocio católico excluye a las mujeres con elaboradas creencias machistas, donde Dios tiene género masculino aunque la población sea profundamente Guadalupana.
El propio celibato es un arcaísmo que implica virtud en la ausencia de la relación de los sacerdotes con la mujer.
Por fortuna el Papa Francisco mete un pie en las aguas del cambio: propone el matrimonio de sacerdotes en partes de África. Con la disminución de vocaciones por los recientes escándalos en todo el mundo, habrán de eliminar ese absurdo que ya dura mil años. Una deformación en las creencias que tanto sufrimiento propicia sin mayor utilidad que no sea el mantenimiento de finanzas sanas para El Vaticano.
Y la mujer en el sacerdocio. ¿Por qué no? Nunca he escuchado una razón válida, más allá de viejos dogmas provenientes de antiguas sociedades donde el machismo y la discriminación eran parte de las costumbres y la moral.
Las sociedades que discriminan a la mujer se pierden de su talento, productividad, imaginación en tareas que sólo permiten a los hombres. Incluso Japón, con toda su cultura milenaria, pone barreras a la mujer en dirección de empresas, en puestos ejecutivos.
Este debe ser el Siglo de la Mujer. Así debíamos bautizarlo. El siglo donde la mujer tenga las mismas oportunidades, la misma remuneración, educación e igualdad en todo el mundo. Adiós a las ataduras.
Aún en la misma foto de felicidad desbordante de las fanáticas iraníes hay algo que falta: los hombres. La teocracia decretó que las mujeres ya pueden ir al estadio, pero no de la mano o en compañía de un varón. Es lo que no se comprende: limitar a la mujer es limitar al hombre.