Todos hemos sufrido ausencias de seres muy queridos y serviciales, distinguidos por su nobleza, honestidad y entrega a su trabajo, no precisamente con la muerte, sino ausencia por circunstancias propias del desarrollo de nuestras vidas; tal fue el caso de Rosita.
Mi esposa la contrató para auxiliarla en los quehaceres domésticos de nuestra casa y familia, pues ya teníamos tres hijas muy pequeñas que necesitaban atención también y el trabajo se multiplicaba en el hogar. Llegó recomendada por una vecina con quien trabajaba una hermana de ella.
Rosita no es de extracción indígena como la ahora célebre “Cleo” (en realidad Liboria) de la película “Roma” de Alfonso Cuarón, interpretada por Yalitzia Aparicio; ella, Rosita, es de una comunidad de León, muy cercana por el rumbo de la calle Prolongación Hermanos Aldama, denominada San José de los Durán, atrás de los edificios de Prevención Social y Justicia, enfrente de la Central de Abastos, cruzando unas vías abandonadas. Ella es de tez muy blanca y estaba muy joven y de facciones muy bonitas cuando ingresó a trabajar con nosotros hace 28 años.
La nobleza de Rosita no tenía parangón con otra empleada similar, su trabajo siempre impecable y su cariño por mis hijas, entonces pequeñas, no tenía límites.
Pasado algún tiempo de servicio y viendo que ya por las tardes, estabilizado bien el trabajo, después de comer todos, recoger y limpiar el comedor y la cocina, había un buen tiempo de descanso para ella que ocupaba, como es costumbre en muchas personas, en ver las telenovelas programadas precisamente a esas horas bien detectadas para el ocio.
Un día conversando con ella, mi esposa le preguntó si había terminado la enseñanza Primaria o hasta qué años de estudios había avanzado, y le faltaba solo el sexto año para concluir. Entonces le propusimos que por las tardes, en lugar de las telenovelas, aprovechara para concluir esos estudios y acudiera a un programa en el IMSS para asegurados. Así lo hizo, le gustó y después de acabar su Primaria, se inscribió para continuar estudiando la Secundaria; esta rutina le cambió la vida, pues tenía la ilusión de avanzar en su educación, cambió su arreglo personal y se esmeró en su aliño y pulcritud, con su natural coquetería femenina. Nos daba mucho gusto ver cómo evolucionaba en su trato y en su interrelación con las niñas, pues iban aprendiendo paralelamente a sus respectivos niveles escolares.
Un día sucedió lo que preveíamos, empezó a salir con uno de sus maestros quien la pretendía; era bastante mayor que ella, con un mejor nivel cultural y social, pero era notoria la admiración que se percibía en el maestro el día que nos lo presentó; embelesado por la belleza y simpatía de Rosita, de buen carácter y muy alegre.
Nos preocupamos por ella, después de conocer a su novio-pretendiente, pues seguramente era un hombre, por su edad, con mucha experiencia, y quizá con varios fracasos matrimoniales; acaso hasta con hijos. Volvimos a conversar con Rosita muy seriamente sobre esa relación, por su bien; ¡vamos! como si fuera nuestra hija, queríamos protegerla. Todo fue inútil, ya estaba muy enamorada de su maestro, hasta con un ingrediente de admiración hacia él que la hacía ver como poseída por aquél hombre.
Llegó el día que decidió casarse con el Maestro. Nos pidió fuéramos sus padrinos, aceptamos y así lo hicimos. Días después Rosita nos confirmó que efectivamente aquél hombre ya era divorciado y con varios hijos; siempre vestía de traje, con su automóvil, con una conversación muy propia, voz grave y cuidadoso en su lenguaje que obviamente enorgullecía a Rosita.
No obstante, preocupados por aquella situación, a consejo de mi esposa, decidimos que hablara con el Maestro ante el inminente desenlace, o mejor dicho, enlace matrimonial. Así lo hice y le advertí que fuera un marido responsable acorde a su edad, su grado de ilustración, licenciado en Pedagogía, y porque Rosita, joven y bella, merecía un trato acorde a su entrega y confianza ciega en quien sería su esposo; me confió ya tenía una casa en renta que amueblaría para forjar su nuevo domicilio conyugal. Sin embargo, Rosita no sabía la suerte tan negra que le esperaba, con ese hombre malvado, cínico e irrespondable.
El día llegó y después de la ceremonia y fiesta de la boda, ya no tuvimos más a Rosita en casa; habían pasado casi trece años de su compañía, la extrañábamos muchísimo, sobre todo mis hijas; desde entonces y después de aquel día ya no volvimos a contar con una persona como ella; si hemos tenido a lo largo de los años posteriores, no sé, diez persona más, con una breve temporalidad y que por diversas circunstancias dejan de laborar. La quise recordar hoy y compartir con los amables lectores, quienes muchos seguramente habrán tenido alguna “Rosita” de buenos recuerdos.
Perdimos a Rosita y sus sabrosísimas enchiladas que a veces nos preparaba algún viernes o sábado, pero desafortunadamente ella también perdió mucho y ha sufrido con aquella decisión; la seguimos viendo periódicamente y ayudando cuando así lo necesita y requiere. Pero esa será otra historia que podría continuar.