En la Terminal 2 del Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la CDMX se ve a los viajeros con su iPhone o su Android en la mano izquierda. Observan en la pantalla el camino que sigue su Uber para recogerlos. Se acabaron las líneas de espera y en una esquina permanecen  estacionados los “concesionados”. 

El Uber enciende las luces y sabes que ha llegado tu vehículo. Tienes el nombre del conductor y sus placas, la calificación y los viajes que ha realizado. El auto está limpio, te ofrecen agua o la música de preferencia. Si la batería de tu teléfono está baja, hay un cable para recargarlo. 

Por el Waze o por el propio sistema de Uber, sabes cuánto vas a tardar y no tienes que explicarle al chofer la dirección de tu destino, ya está en su sistema. Conoces su teléfono y si olvidas algo en el auto, será fácil recuperarlo. Al final del viaje dices gracias y adiós. El cargo llega a tu cuenta y puedes facturarlo si vas de negocios. 

Todo esto que narro no necesita mayor explicación porque el servicio es exitoso y todos lo sabemos. Pero vale la pena recordarlo.

Por eso el balance del mercado se carga cada día más a los usuarios de plataforma. La razón es sencilla: son mejores y cuestan menos, casi la mitad de lo que cobran los taxis. 

Al otro lado de la moneda está el empleado o chofer de la concesión. Antes de Uber, Didi o Cabify, la llamada “mafia en el poder” utilizaba las concesiones de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes para premiar lealtades políticas, hacer negocio de compadres o controlar el mercado al no dejar que ningún taxi ajeno trabajara en “zona federal”. 

Al principio el Gobierno entendió las ventajas para el usuario de tomar la decisión sobre la contratación del servicio. Pero el tema fue irregular. Algunos aeropuertos lo “toleraron” y otros no. 

En el Aeropuerto Internacional de Guanajuato Uber no puede recoger pasajeros, en Querétaro sí; en Puerto Vallarta los usuarios tienen que caminar fuera del aeropuerto unas cuadras. En Cancún hay una guerra declarada contra las aplicaciones. 

El cambio es doloroso para los taxistas concesionados: pierden ingreso y angustiados piden ayuda al Gobierno. Llegan a la amenaza. 

“O quitan a Uber y compañía o bloqueamos las calles de acceso”, es su respuesta.

El Gobierno accede a la presión y determina que los usuarios debemos regresar al taxi amarillo, al taxi del “gremio”, al de la concesión otorgada en lo oscurito. 

Así todo volverá al pasado. Saldremos del aeropuerto, dos o tres empresas ofrecerán un boleto con precio al doble, el vehículo será igual o peor. 

Se ponen a la cabeza los intereses de quienes obtuvieron por prebenda o corrupción un par de placas o docenas de permisos. Pueden tener número aprobado por la SCT pero en realidad dicen “otorgado por la mafia en el poder”. 

La eficiencia del mercado se acabó en favor de unos pocos afortunados que rentan o “explotan” sus placas y concesiones y ganan sin hacer nada. 

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