Los países como los ciudadanos deben tener obsesiones, es decir, metas impostergables y urgentes que cumplir. Ayer decíamos que la seguridad y el crecimiento son lo que más preocupa. 

Pero hay tres o cuatro obsesiones más que debemos tener como país emergente. 

La tercera sería el crecimiento sostenido de la productividad. Para eso recurro a la memoria de uno de los hombres y empresarios más admirables del siglo pasado, Konosuke Matsushita, el japonés que se propuso sacar de la pobreza a su país y lo logró. 

John P. Kotter, maestro de la Universidad de Harvard, realizó una biografía magnífica del empresario creador de Matsushita, el conglomerado de National Panasonic, Technics y Quasar. Matsushita fue un niño que comenzó a trabajar como aprendiz en un taller de bicicletas a los 9 años, cuando su familia lo entregó para que iniciara desde temprano su vida productiva con jornadas de hasta 16 horas diarias entonces nadie se quejaba del trabajo infantil.

La pobreza de los Matsushita trajo consigo la muerte por enfermedad de la mayoría de sus hermanos y el tener que entregar a Konosuke a un taller como aprendiz. Después de trabajar en una compañía eléctrica, el joven inició una empresa que producía lámparas para bicicleta; luego sockets para focos. La iluminación eléctrica crecía en Japón. 

En los albores del siglo 20, su país era tan pobre que apenas iniciaba su revolución industrial. 

Matsushita tuvo la idea gigante, convertida en meta, de  “sacar a Japón de la pobreza”. La fórmula sería demasiado clara y sencilla: producir más y mejores electrodomésticos para sus habitantes. Planchas, lavadoras, refrigeradores, radios y todo lo necesario para aliviar y mejorar la vida. 

Con el tiempo su empresa se convirtió en un conglomerado y, al igual que la General Motors, tendría divisiones o múltiples fábricas dentro de la misma organización. Compartía con la automotriz norteamericana el diseño y la estructura corporativa que se popularizaría en todo el mundo. 

Su empresa y otras como la Honda, Mitsubishi y Toyota elevaron tanto la productividad de su país que el emperador y sus halcones militares imaginaron poder conquistar al mundo. Perdieron casi todo, menos la vocación y la disciplina de la productividad. 

Con el tiempo el sueño de Matsushita se convirtió en realidad, la productividad transformó a Japón en la segunda potencia industrial y avanzó la calidad de vida de sus ciudadanos. Sería largo contar los logros del joven emprendedor que soñó en algo más que ganar dinero. 

Pero cuentan que dentro de su carácter apacible había una fiera que salía de su interior cuando alguna división de sus empresas reportaba pérdidas. Entonces llamaba al gerente y lo reprimía con toda severidad. Le decía que “una empresa con pérdidas hace mal uso de sus recursos humanos y económicos”,  es un pecado social. 

Un país con crecimiento nulo o negativo, como es el caso de México hoy, hace un pésimo uso del capital humano y sus recursos materiales. 

Sólo un flujo de utilidades sustantivas proveen a las empresas y al Gobierno de recursos para crecer y multiplicarse. Sólo con el valor agregado creciente de su producción un país puede salir de la pobreza. Matsushita lo descubrió cuando era adolescente. 

La productividad en todas las organizaciones de todos los sectores, incluido el Gobierno, es el pavimento del camino para llegar al futuro, por tanto debe ser una obsesión lograrlo.

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