Cruzamos la vida sin prevenir las contingencias que nos esperan, pues llevamos la mira puesta en una meta, en el porvenir que pretendemos construir.
Sobre la marcha, quienes de jóvenes nos propusimos lograr estudiar y culminar una carrera profesional, sin tener recursos económicos suficientes por nuestros padres para apoyarnos, fuimos resolviendo esas carencias solo con trabajo, con la fuerza de nuestra mente y cuerpo.
Así viene a mi memoria el año de 1971, para el 15 de enero, cuando retorné a Ciudad de México, a continuar las clases del tercer semestre de la carrera, después de haber estado por acá en las vacaciones del 16 de diciembre en adelante.
Solo que tuve el inconveniente de que al terminar el año lectivo de 1970, también concluí mi trabajo en el Bufete de Abogados donde prestaba los servicios como Pasante de Derecho, de tal manera que al reiniciar las actividades escolares no contaba con trabajo alguno para mi sostenimiento, por lo que opté por el horario del turno vespertino en la Facultad de Derecho para buscar un trabajo por las mañanas.
Como también había estudiado aquí en León, para Auxiliar de Contabilidad que le denominaban en aquel tiempo “Contador Privado”, confiaba sería fácil lograrlo.
Me dediqué a buscar en los periódicos en los avisos de “Empleos”, y encontré una opción en una empresa que fabricaba máquinas de escribir, calculadoras y otro equipo de oficina, aunque su ubicación estuviera muy lejana de mi domicilio y de la UNAM, donde iba en la tarde.
Ingresaba a las 8 a.m. y salía a las 3 p.m., pero hasta Tlalnepantla, Estado de México; ganaba suficiente para pagar mi hospedaje y manutención pero no contaba con la tardanza del transporte y llegaba en varias ocasiones en lugar de las 4 p.m., casi a las 5 de la tarde a la UNAM, perdiendo muy seguido mi primera clase.
Solo aguanté poco más de un mes y para la primera semana de marzo dejé ese trabajo, para no perder mis clases y el semestre.
Por varias circunstancias ya no pude conseguir otro trabajo pronto. Por una recomendación de un Maestro, en abril fui a la Procuraduría General de Justicia para elaborar una solicitud de ingreso, pues sabía escribir mecanografía rápido y bien; realicé unos exámenes de admisión y dijeron esperara para otorgarme la plaza y nombramiento.
Así transcurrieron los meses; obviamente agoté mis ahorros y empecé a deber, a endeudarme; aunque mi hermano Francisco (+) quien también estudiaba y trabajaba en una sucursal de venta de motores de marca Wisconsin, me ayudaba a pagar el hospedaje, debía los alimentos en una casa de asistencia a cargo de una noble señora de origen oaxaqueño a quien nunca he olvidado: Doña Marina, ubicada en la colonia Verónica Anzures, en calles Bahía Magdalena y Bahía de Todos los Santos.
En una hojas adheridas a la pared del comedor anotábamos las fechas y el desayuno, comida o cena que debíamos, estudiantes y empleados de negocios cercanos que normalmente pagaban a la semana, pero a mí se acumulaba e incrementaba la cuenta.
Marinita sabía que busqué trabajo y que esperaba la respuesta de la Procuraduría; la cual llegó hasta finales de julio, para iniciar labores el 1º de agosto con un sueldo de aproximadamente 1,400 pesos mensuales como Oficial Secretario.
Aunque mis angustias se prolongaron dos meses más hasta que me pagaron, finalmente pude respirar con alivio para cubrir mis deudas.
Pero en ese lapso soportamos burlas, reclamos y miradas de lástima o de desconfianza porque los adeudos estaban a la vista de todos los comensales; aunque la señora Marina siempre me decía que no me preocupara, que ella confiaba en mí plenamente y que sabía iba a pagarle todo, además de que veía mi dedicación plena al estudio y obtenía las mejores calificaciones.
Eran deliciosos sus guisos y abundantes, pero en el desayuno o cena, preparaba unas jarras con chocolate de Oaxaca, al agua, no con leche, y nos ofrecía unas cestas con pan especial para ese chocolate.
Más la atención y amabilidad de ella, sus hijas y dos señoras empleadas que ayudaban.
Llegaron mis pagos y ya para el mes de diciembre de ese año liquidé todo lo que adeudaba. Todos muy contentos y relajados pasamos la Navidad y el Año Nuevo allá, pues no pude venir a León con mi familia por las guardias de trabajo que me correspondía cubrir.
Con ese trato amoroso y casi maternal de Doña Marina, saboreé durante dos años en que radiqué por aquellos rumbos, las delicias de la comida oaxaqueña: el mole negro, el amarillo, el tasajo, las gorditas de unto rojo, coloradito, cecina, tlayudas, etc. Aquí en León, creo hay dos fondas o restaurantes de este estilo.
Estoy seguro que los amables lectores con sus diversas características particulares, han tenido en el transcurso de sus vidas momentos temporadas difíciles que lograron superar y que las recuerdan de manera anecdótica como ahora lo hago.
Pues aunque han pasado 47 años no olvido aquellos siete meses muy difíciles y angustiantes, pero sólo con perseverancia, constancia, disciplina, fe y voluntad inquebrantable se vencen las adversidades.