La investidura, de cualquier persona, esencial y externa, es una especie de dignidad. No importa el nivel social, económico o cultural, ni la representatividad sino su ser como humano. Existen rangos o niveles en todo el mundo, según la configuración de los pueblos, las comunidades e instituciones.
A ciertos dignatarios o dignatarias, como la Reina Isabel II, de Inglaterra, no se le puede acercar un plebeyo por simple ocurrencia; hay todo un protocolo para dirigirse a ella. ¡Hasta para saludarla de lejecitos!. Una caravana… y ya.
Usos y costumbres que los practican, en una u otra forma, hasta nuestros antepasados. Cuando Moctezuma flaqueó ante Cortés en privacidad y vigilancia, ya supimos cómo le fue con el conquistador que para los que les encanta el sadismo, es un héroe.
En eso de los protocolos también hay material para la gracejada, como, por ejemplo, en el anterior “Día del Presidente”.
Luego que el Mandatario rendía su informe el día primero de septiembre, los funcionarios, legisladores y demás fauna política, acudían a Palacio para la salutación. Los organizadores mezclaban para que hubiera pueblo-pueblo, a un aseador de calzado conocido como bolero, con su respectivo cajón, una comerciante de verduras cargando canasta y folclóricamente vestida, un pepenador con el costal.
A todos les ordenaban no reír ni apapacharse en la fila. Un guardia presidencial vigilaba. De eso mucho ha cambiado; no todo, todavía las genuflexiones se acostmbran.
Pero, en serio, cuidar la investidura es sumamente importante de donde no habrá qué permitir el ultraje ya que este menoscabaría ese valor intangible pero sumamente preciado.
Si partimos de esos conceptos vamos a quedar en ascuas, o sea quemándonos con la duda, respecto a si una petición de entrevista que Javier Sicilia le hizo al Presidente, al concedérsela, podría de alguna forma menospreciar, ofender o sobajar la calidad de AMLO como Primer Mandatario.
El solicitante es activista incansable desde que un hijo suyo fue asesinado.
Su empeño lo ha llevado a recorrer distintos puntos del País y de Estados Unidos en demanda principalmente por los miles de muertos y desaparecidos.
A la petición de audiencia, que se realizaría luego de una marcha de inconformes con la violencia, incluidos los LeBarón a quienes les asesinaron familiares, López Obrador negó la posibilidad de escuchar y fue cuando habló de su compromiso con la investidura que ostenta, agregando que no se prestaría a un show.
Ese último concepto fue para preocupar, no únicamente a los organizadores del peregrinaje desde Cuernavaca, sino también a quienes preocupa que el principal inquilino del Palacio Nacional, suponga que la idea de plantearle problemas como el de la inseguridad o los desaparecidos, conlleve el propósito de golpear o dañar su investidura.
¿Desde cuándo o a qué hora nuestro Mandatario sufrió esa transmutación? Para él el pueblo es bueno, sabio. Ahora ocurre que esta importante porción de mexicanos no tiene derecho a ser recibida por él, porque, en concepto del calificador carece de seriedad. Y él a ese juego o truco no se presta, aclaró.
Si como hizo con los presidentes municipales a quienes no recibió y les arrojaron gas pimienta a manera de respuesta a su empeño, a la caravana y sus numerosos integrantes no los hubiera descontado con tan grotesco calificativo, mandándolos, a la vez, con su Gabinete de Seguridad, la gravedad hubiese sido menor; pero dolió el menosprecio y juicio somero respecto a la motivación de los marchistas.
Quien perdió a su padre, hijo, hermano, pariente de la rama que sea y lo busca no es ni con mucho elemento de diversión o entretenimiento.
Lleva en sus demandas la esperanza de hallar una luz, la de la verdad siquiera como consuelo.
Para no pocos familiares de desaparecidos, una pista que los aproxime a la realidad de cuanto ocurrió, es el descanso de su mente y del ánimo inquieto.
¿Eso no puede, en manera alguna, tipificarse como diversión o entretenimiento?
¿En dónde, qué punto, se fincó la visión del Presidente, para negarse a lo que presupuso sería un show?
López Obrador, desde siempre, se ha mostrado como un personaje jocoso, al que le gustan los chascarrillos, que inventa o retoma; huelga decir que para aplicar calificativos a sus adversarios o a quienes supone qun lo son, no tiene sino agudeza: desde fifís hasta neoliberales.
Se tiene ya un catálogo de todos los términos que aplica para marginar anímicamente a quienes supone son sus no partidarios.
Pero ahora como que, se diría en forma corriente, se le pasó la mano para definir la caravana de dolientes, con la muy grave consecuencia de que les lesionó la investidura de personas lastimadas hasta lo profundo del sentimiento.
Los encumbrados, del rango que sean, pueden perder piso en un momento dado. Esto es tan cierto que, para recordar y precisar realidades, viene a la memoria la actuación de aquel rey de la comedia, Jesús Martínez, apodado “Palillo”, quien en una carpa llamada precisamente
México, le pregontaba a su palero o astilla: ¿Qué horas son? El otro contestaba con suma seriedad y sorna: Las que usted guste, Señor Presidente.
El pueblo inconforme, demandante de justicia o que quiere ser escuchado, por lo que se advierte, no es el bueno y sabio. El que dice a todo sí, que apapacha, besa, se inclina ¿es quien cuida la investidura del Mandatario, que el también ha de luchar por mantener incólume?
Hablando en ese punto de dignidades sería oportuno ver, analizar, echarle por lo menos una ojeadita a la investidura de Porfirio Muñoz Ledo, caminante de todos los rumbos políticos, servil hasta la ignominia con los presidentes de sexenios y sexenios y quien hoy por hoy brinca en el alambre de Morena, se cae; pero cae parado.
¿La tiene completita, la dignidad o ya la hizo girones, como la cola de un papalote? Es pregunta para los analistas e historiadores.
Y la de López Portillo, con el “orgullo de mi nepotismo” y su declarada y descarada frivolidad. Quien quiera adentrarse y escudrñar en ese definitorio, lea la obra “Mis Tiempos”, que Jolopo mismo escribió y en donde deja casi nada a la imaginación.
¿Cómo quedaría la investidura de Echeverría con las muy famosas colectas de la compañera María Esther?
El colmo de lo grotesco, que dejó para la historia de la gracejada, fue la decisión de Vicente Fox. Contrató a un vocero que le remendaba diariamente la investidura con su frase famosa: “lo que el Presidente quiso decir…”. Y soltaba el remiendo con puntada de caballito.
¡Qué tiempos, señor don Simón!, dirían nuestros antepasados cuando añoraban remenbranzas para reir y sufrir.