En aquel edificio que describí, todavía faltaban otras peculiaridades. Por ejemplo, en los entrepisos de las escaleras estaban los baños, para damas en uno, y en el siguiente el de caballeros; pues el personal femenino llegaba y checaba su entrada, pasaba a la oficina de su adscripción para que las vieran y se iban al baño; después de 30 o 40 minutos regresaban a su oficina bien maquilladas y peinadas como para fiesta.
Con una secretaria de mucha confianza, quisimos descubrir aquel misterio, pero tampoco obtuvimos respuesta.
Hasta que una noche con un cerrajero decidimos abrir ese baño que estaba bajando la escalera de nuestro piso, para ver por qué se introducían allí y tardaban tanto; lo que descubrimos era de lo más creativo que jamás hubiéramos imaginado; ni Marco A. Almazán con toda su chispa y creatividad lo hubiera escrito.
Resulta que ese baño lo desmontaron, les quitaron las cuatro tazas y sus divisiones de cada una, también los lavabos y un área para llave de agua de servicio de limpieza, tarja y una sección para guardar ese equipo; y estaba instalado un verdadero Salón de Belleza bien equipado, con espejos y cinco sillones de trabajo para estética femenina, cada una con su equipo necesario y debidamente separados; algo inimaginable, con más plafones de iluminación y también lámparas verticales.
Obviamente, los verdaderos baños a los que acudían a sus necesidades estaban en el piso de más abajo o el de más arriba.
Bueno, pues en los siguientes dos meses se dictaron nuevas instrucciones: Prohibido el ingreso de vendedores, gestores y promotores de todo tipo; nada de radios o aparatos de sonido; las hornillas, parrillas eléctricas, utensilios de cocina, almacenaje y venta de refrescos y jugos, todos fueron retirados y prohibido reinstalarlos; solo se autorizó una cafetera eléctrica por oficina, o sea cinco solamente; los relojes checadores fueron reubicados y con un supervisor que interviniera las tarjetas a quienes checaran y no ingresaran a sus lugares de oficina.
Y como corolario, se desmontó el “Salón de belleza” y se reinstalaron los baños para mujeres. Continuamos muchos cambios que redujeron trámites y erradicaron procesos muy ociosos e innecesarios.
Me enteré y actualicé sobre el procedimiento quincenal para tramitar los pagos a “Lista de Raya”, porque se suponía eran personal eventual contratado por plazos desde 60 a 180 días, aunque podían ser recontratados, sin plaza de base; normalmente en las Direcciones Generales donde se dirigían, ejecutaban obras, ya fueran carreteras, caminos, o residencias fijas o temporales para atender las obras en proceso o dar mantenimiento permanente.
Se recibían los contratos de cada Dirección por parte de su encargado administrativo, luego éstos eran revisados en sus autorizaciones, firmas, los recursos económicos en sus partidas autorizadas y los niveles de escalafón o tipo de nombramiento, identificaciones y Registro Federal de Contribuyentes.
Luego se procedía a elaborar un listado en hoja extendida con todos los datos del nombre, cargo, adscripción, periodo, fecha, ingresos y descuentos y el pago neto. Con ese listado súper revisado, se perforaban unas tarjetas para computadora para llevarlas a la única computadora gigantesca, donde se imprimían los casi 15 mil tarjetones con talón, a veces más, que desde un día antes y dos días después de quincena se entregaban por unas ventanillas portátiles que instalábamos detrás de mi escritorio como mamparas, aunque algunos individualmente y otros en paquetes a los encargados administrativos.
Con ese llamado cheque-cartón después de recibirlo acudían a la Pagaduría Central de la Secretaría, que dependía de Hacienda y allí se los canjeaban por su dinero ya ensobretado, con una identificación y les devolvían un talón.
Aparte, el sobre de plástico con su dinero engrapado, traía un comprobante impreso con los mismos datos del talón.
Algunas semanas de hacer esto de manera rutinaria y con la angustia de que debíamos tener todo listo para ir a la gran computadora, mínimo cinco días antes de la quincena para que nos entregaran las cajas con los cheques-cartón y estar preparados para entregarlos.
Le pregunté al Sr. Solórzano, que era el subjefe de oficina y quien era el importante, pues sólo él y otro ayudante iban a las máquinas perforadoras para modificar las tarjetas con los cambios quincenales, y las llevaban a la computadora, desde cuándo y quién había diseñado y ordenado ese procedimiento.
Me contestó que no sabía, que él había llegado a esa oficina procedente de otra de “Viáticos” hacía como ocho años antes y que así le habían enseñado, hasta llegar a subjefe porque el anterior se jubiló y a él ya solo le restaban tres años para jubilarse, que ya estaba cansado y me retó preguntándome que si yo podía o sabía cómo programar las tarjetas para la computadora y sacar los cheques.
Obviamente le respondí que no, pero que precisamente de eso quería hablar, porque me parecía ya inútil y sin sentido ese trámite. Se sorprendió y solo alcanzó a farfullar que estaba muy jovencito para tratar de cambiar su trabajo. Y sí, tenía 26 años.
Hablé con el Lic. Mario Alberto Chávez, le expliqué junto con mi jefe inmediato y le fue a plantear la idea al Pagador General, el cual aprobó la medida, confiándole que los famosos cheques-cartón no servían para nada, solo los listados actualizados llamados “sábanas” porque eran largos horizontales, donde firmaban de recibido, y que los cartones los tiraban a la basura.
Ese proceso se eliminó y la oficina funcionó mejor con más tiempo para ordenar y revisar los contratos individuales de trabajo.
Hubo muchas inconformidades por parte del personal, pero tuvimos la ventaja de que se les habilitó un comedor amplio para quien quisiera comer allí en su hora de descanso, pero lo que considero crucial para calmar los ánimos fue un aumento sustancial de sueldos retroactivo a dos meses que llegó directamente de la Secretaría de Hacienda por instrucciones del presidente López Portillo; el petróleo estaba a la alza y había que “administrar la riqueza”. Cuando lo comunicamos hasta nos aplaudieron.
Esta etapa me inspiró a realizar el cuento “El Pagador” que incluí en el libro “Los Corruptos Menores”.
Y la corbata, según Marco A. Almazán, a fines de 1978, ya iba de rifa en rifa, en la Secretaría de Comercio; ya no esperé a que me llegara y renuncié.