Era un puberto, cruzando el puente hacia la adolescencia, cuando ya en varias calles a la redonda era famoso y se comentaban hazañas y aventuras románticas, como novela, de aquél personaje todavía treintañero pero frisando los cuarenta; alto, de tez blanca, cuerpo atlético del estilo de aquel artista fallecido en ese entonces recientemente, Pedro Infante, de facciones finas expresivas, jovial y simpático. Ese era “Ángel Juárez”.

Muy activo y emprendedor, aperturó con buen tino y éxito una lonchería-cervecería en la esquina de las calles Cuitzeo y Valverde y Téllez, la cual denominó “Las Chabelonas”, atendida por tres mujeres jóvenes y guapas, tenía una barra muy moderna para su época con bancos altos al frente y un tapanco para dar altura y facilitar la atención por el lado del servicio; la contrabarra estaba decorada con grandes fotografías de artistas de cine y cantantes de moda y en los anaqueles distintas copas y vasos cerveceros. Ofertaba cerveza embotellada y lo mejor: dos barriles de cerveza, uno de oscura y otro de clara. Luego había una cocina para preparar alimentos y una habitación privada de descanso.

Además la equipó con una rockola que a la vez que era accesible a los parroquianos, también mediante la apertura de la mitad superior de una puerta, desde la banqueta de la calle también se podían seleccionar canciones, con una moneda de cobre de aquellas de 20 centavos, para que en la calle del lado de la Valverde y Téllez se reunieran los muchachos a platicar y escuchar su música favorita con el repertorio actualizado.

Don Ángel, como le decían a aquel conquistador y exitoso vecino, pues vivía ahí muy cerquita, se presentaba por las mañanas al medio día antes de abrir el negocio como a las 12 y después regresaba ya por la noche después de las 22 horas, seguramente para el corte de caja y hacer cuentas. Pero en ambas ocasiones se le veía besar y abrazar a sus empleadas muy cariñosamente y nosotros, con la imaginación al tope, pues se comentaba tenía relaciones amorosas con todas. También en el resto del día, atendía otro negocio, consistente en un taller de hojalatería y pintura para autos. Allí conjuntamente con sus empleados realizaba sus trabajos y hacía ejercicio para mantenerse en forma y lucir cierta musculatura que realzaba con su ropa, usando en su mayoría playeras ajustadas o camisas tipo sport de manga corta, sueltas.
Sus demás romances eran conocidos aunque en voz baja, pese a ser casado, con cinco hijos y tener una esposa muy guapa, joven, como de 34 años de edad, con un cuerpo escultural también, que los domingos cuando se les veía en misa, parecían la pareja perfecta, pero lejos de eso, se rumoraba que la maltrataba ante sus reclamos de infidelidad.

En la gasolinera de la esquina, en el taller mecánico de la Dolores Hidalgo, en el taller de reparación de bicicletas, en las fábricas de calzado cercanas de los Amézquita o hasta la placita o mercado del Espíritu Santo, se comentaban sus aventuras: que ya se había llevado a una de las hijas de Doña Concha, la del Pozole; que también lo habían visto en el edificio de la esquina de la calle San Miguel de Allende saliendo del departamento de una guapa señora que la conocían como “La Pocha”, porque venía de una ciudad fronteriza con Estados Unidos. Los choferes de la línea Centro-Parque-Bellavista lo veían y le gritaban expresándole un saludo con el pulgar levantado: “¡Hey Ángel!”.

Le atribuían affaire por todos lados, bueno hasta con una maestra del Kínder “Hermanos Aldama”, la Señorita Luma, muy joven, guapísima, con un pequeño lunar a un lado de sus labios que resaltaban su coquetería natural, recién llegada en ese ciclo escolar. De verdad que se convirtió en un ídolo de la zona; era el prototipo del macho alfa; un picaflor; siempre mantenía su entusiasmo y camaradería, ostentaba su dinero suficiente en la bolsa cuando pagaba cualquier cosa en la tienda de la esquina o en la limosna para la iglesia; no obstante el destino le deparaba una lección de vida, muy inesperada. Continuará&
 

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