Cierta tarde, casi al caer la oscuridad, por la esquina entre las calles Cuitzeo o Irapuato y Salamanca, antes de que iniciáramos nuestros juegos callejeros, como el burro castigado, o los encantados o el clásico de las cargadas, los niños y algunos adolescentes, vimos un auto muy lujoso negro que ya sabíamos era de un magnate zapatero, de nombre Don Raúl, que se detuvo hasta allá y no en su fábrica a más de una calle de distancia, bajándose del auto la señora Alicia, precisamente la esposa de Ángel Juárez; todos nos quedamos callados, nos volteamos a ver unos a otros. Una vez que se hubo alejado a considerable distancia la señora Alicia, de inmediato nos juntamos en un círculo para comentar aquello. Obviamente juzgamos con malicia aquel encuentro y nos imaginamos a Ángel Juárez con una cornamenta de venado.

Quedamos de no comentar nada a nadie y de volver al día siguiente allí mismo, pues no era donde usualmente lo hacíamos, pero como se juntaron los hijos del panadero de la calle Salamanca, otro a quien le apodaban “El Calleras” y otro “El Xochimilca”, pues fuimos hasta allá.

Al día siguiente y casi a la misma hora, volvió a llegar el auto de Don Raúl, ya identificado como un Chevy negro de dos puertas, 1962, con molduras metálicas muy brillosas que resaltaban más la belleza de aquella mujer que descendía y esta vez no sin antes dar un beso al conductor.

Después de esa segunda vez, ya no quedó duda alguna, Don Raúl y Alicia eran amantes. La recomendación de no comentar a nadie quedó tácitamente revocada; éramos diez los testigos. En pocos días, en voz baja se comentaba esa situación, y la percepción sobre aquel hombre, otrora triunfador y digno de envidia, se tornó en lástima; las miradas y los saludos hacia él cambiaron. La misma popularidad que ostentaba por doquier, fue también el conducto para la difusión de la infidelidad de su esposa, pese a las de él que antes se aplaudían por ese mismo grupo social, ambiguo en sus valores, con un sello netamente machista; que ahora le mostraba lástima.

De qué manera o por quién, Ángel, más temprano que tarde, se enteró de aquella relación; cuentan que se quedó pasmado y no aceptaba creer tan pésima noticia; que tampoco actuó violentamente contra su esposa, lo cual dado el entorno y costumbres de aquella actualidad, no hubiera parecido extraño; se supo que cuando hablaron, ella le confesó todo, aclarando que ya había concluido aquella efímera tentación, pues obvio Don Raúl también era casado. Muchos pensaban que Ángel desquitaría su ofensa y coraje enfrentando a Don Raúl, pero tampoco. Anduvo los primeros días como indiferente, aletargado, avergonzado; saludaba a quienes se dirigían a él, ahora cohibido, perdió su alegría y entusiasmo; y lo peor, por las tardes empezó a acudir a su cervecería a tomar y a escuchar canciones muy románticas hasta la hora de cerrar.

Después traspasó el taller de hojalatería y pintura y luego siguió la propia cervecería. Se mudó de domicilio con su familia, sin enterar el nuevo a nadie; posteriormente comentaban que se había ido a buscar fortuna a Tijuana y otros que ya estaba en Estados Unidos, pero que su familia seguía en León.

En aquellos años, sí se expresaba, incluso por los sacerdotes católicos, que Dios castigaba las malas conductas, y la experiencia sufrida por Ángel Juárez, era precisamente un ejemplo de ello; así que en nuestras casas y en la iglesia nos lo mencionaban; ahora ha cambiado la postura y se afirma que Dios es amor, que nunca castiga que no debemos temer. Mejor no arriesgarnos.

El caso es que Ángel Juárez, hace ya casi 60 años fue una pequeña leyenda por aquellos rumbos de nuestra ciudad; y más cuando cuentan que una de las últimas noches en “Las Chabelonas”, mientras bebía y lloraba, escuchaba repetidamente la canción “Nobleza”, interpretada por el inolvidable Javier Solís: “&toda mujer bonita, será traidora& porque también bonita, porque también bonita, era mi madre&”.
 

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