Por fin se fue, como el villano derrotado de una película de superhéroes, volando hacia su cueva meridional, enfundado en su siniestro abrigo negro, enfurruñado y maltrecho, incapaz de asimilar su derrota, no sin antes jurar venganza: “De una u otra forma, volveremos”, escupitajo final que abre la puerta -como en todo blockbuster- a una eventual secuela. Una posibilidad que solo podría conjurarse si, en un salto épico, Mitch McConnell, el líder republicano del Senado, se decide a ocupar el papel de Bruto en el juicio político que le han abierto los demócratas y le clava los votos necesarios para inhabilitarlo de por vida.
A estas alturas a nadie debería sorprenderle la fase extrema de la sociedad del espectáculo que nos acecha a diario ni que el show sea una parte indisoluble -más en Estados Unidos que en ninguna otra parte- de las luchas por el poder. Él -a quien a partir de ahora procuraremos no nombrar jamás- era justo un producto de ese star system: sin The Apprentice jamás habría llegado a la Casa Blanca, donde durante cuatro larguísimos años montó un terrorífico número de stand-up cuyo guion recogía los peores chistes e insultos de comediante alguno y que fue, esencialmente, una burda ficción.
El presentador ha muerto, viva el presentador. Mientras el malvado y su rabia ascendían a los cielos -en espera de curar sus heridas con el dulce sol de Florida-, Joe Biden ocupaba el escenario, ensalzado por esas mismas cadenas de televisión que apenas se atrevieron a oponerse a su predecesor. Frente a la “carnicería americana” de hace cuatro años, o la auténtica carnicería de la toma del Capitolio apenas unos días atrás, hoy se imponía otro tipo de espectáculo, que celebrase el multiculturalismo, la diversidad, la unidad, con Lady Gaga o J. Lo. O, más simplemente, la vuelta a la normalidad imperial.
A muchos críticos, fuera de Estados Unidos, les incomoda profundamente esta forma de hacer política: les suena frívola, artificial, falsa. Pero la política siempre lo ha sido: circo y circo. Lo mejor de la inauguración del miércoles es que era idéntica, en efecto, al medio tiempo del Super Bowl. Emocionante por momentos, cheesy en otros, pretenciosa y ridícula los más, es decir, a lo que estábamos acostumbrados antes de este periodo sombrío. Mucha esperanza y muchas ganas de creer que hay esperanza: otra ficción.
El oropel y la hipocresía no significan, sin embargo, que las cosas no hayan cambiado. Que no hayan comenzado a cambiar el miércoles mismo. Quienes piensan que el bufón y Biden son lo mismo o son cínicos o no se dan cuenta alguna de lo que sucede tras bambalinas. Durante estos cuatro años, el show estaba destinado solo a un pequeño público de blancos resentidos -los mismos que tomaron el Capitolio-: valía la pena hacer cualquier cosa con tal de retenerlos y exacerbar su frustración y su resentimiento.
Biden busca otra audiencia: más amplia, más plural, menos cerrada. Ello no quiere decir que Estados Unidos vaya a dejar de ser Estados Unidos: la gran democracia que es a la vez un imperio y que, como todo imperio, defiende sus intereses por encima de cualquier otra consideración. El resto del mundo, y desde luego América Latina, y sin duda México, seguiremos sometidos a sus vaivenes y caprichos, pero los de Biden serán parecidos a los que llevábamos acostumbrados durante décadas, en vez de a los exabruptos y ocurrencias de un megalómano a quien solo le importaba su ego.
Las inmediatas decisiones de Biden para borrar a su predecesor en temas migratorios, ecológicos, de salud y de diversidad son buenas noticias para Estados Unidos y para el planeta en su conjunto. Hay que aprovecharlas. Nosotros, en México, durante cuatro años fuimos rehenes del monstruo -por más que nuestro Presidente se creyese capaz de apaciguarlo-: ha llegado la hora de la liberación. Aprovechemos el momento para hacer lo que no hicimos: volver a la política migratoria humanista, justa y compasiva que nos corresponde luego de estos años de síndrome de Estocolmo y de complicidad con el payaso que al fin se ha ido.
@jvolpi