El calendario nos impide percatarnos de la importancia de la elección que viene. Más que calendario solar, empleamos el calendario presidencial. Un capítulo de la historia mexicana cada seis años. La vuelta de los sexenios tiene, sin embargo, una cita crucial a la mitad de su curso. Los electores tienen en ese momento la oportunidad de reconfigurar el poder presidencial y, con ello, transformar la dinámica del poder. Fue, de hecho, una elección intermedia la que asentó institucionalmente el pluralismo en México. La elección de 1997 es la elección fundante de nuestra democracia. Cuando el viejo partido hegemónico perdió la mayoría en la Cámara de Diputados se le arrancó a la presidencia el poder de mandar sin dialogar. A partir de entonces, la presidencia fue un poder entre poderes, una institución con serias restricciones que solo podría dar un paso si era capaz de convocar adhesiones en la legislatura. Ni el título de legitimidad de la presidencia, ni su cargamento de facultades eran suficientes para gobernar. Con la elección de medio término, el país le daba alojamiento institucional a la diversidad y obligaba al diálogo a todas las fuerzas políticas. Más que la elección del 2000, cuya carga de expectativas anunciaba la frustración, la elección del 97 marcaba el inicio de un nuevo régimen.

La elección del próximo domingo reviste una importancia semejante. Mucho se juega en esa suma de votos: la sobrevivencia de los contrapoderes, la reanimación de la sospecha en el Congreso, la policromía política regional. La votación no implica solamente una evaluación del presidente López Obrador, de su proyecto y sus resultados, sino un juicio a una política que viste con orgullo la camiseta del caudillismo. Ese es el voto de confianza que pide Morena: respaldo al personalismo que se presenta como el único proyecto popular. Respaldar a una persona que da nombre a un movimiento. El caudillismo ha vuelto a ser bandera. Así lo defiende el presidente de la república: los caudillos han sido impulso de grandes transformaciones históricas y deben ser reconocidos, por lo tanto, como agentes legítimos del cambio en el México contemporáneo. No piensa, desde luego, en plural sino en singular. Es tiempo del nuevo caudillo, del nuevo dirigente popular que, desatado de esas restricciones del escepticismo liberal que es el constitucionalismo, encamine a la patria a la justicia.

Pienso en ese sentido que la restauración que está en marcha encuentra brújula en la era prepriista. No se busca tanto la reconstrucción del priismo de la época dorada sino regresar al tiempo previo al PRI. Es la política basada en la confianza en un personaje que se pretende encarnación de espíritu del presente. Así se mira el caudillo en el espejo. Así lo retratan sus promotores. El oficialismo invoca la tradición del caudillo para enfatizar que el poder del presidente es personal más que institucional; que el destino que anuncia es tan glorioso que no tiene que someterse al fastidio de las instituciones. No son tiempos de cortesías legales sino para el libre despliegue de esa voluntad que rehará la historia. Esa es una de las novedades más profundas del horizonte lopezobradorista: la orgullosa personalización del poder que lleva a extremos grotescos como el definir la razón a partir de su palabra. Si estoy en desacuerdo con él, quien se equivoca soy yo. Cuando el presidente pronuncia la hora hay que ajustar el reloj del observatorio.

Creo que ahí está la importancia de la elección del domingo próximo. En la boleta no está el presidente, pero lo que se define para los próximos años es el horizonte del caudillismo. La elección puede reencauzar institucionalmente la política mexicana. Eso es lo que se define dentro de unos días. La apuesta caudillista puede recibir un refrendo electoral. Esa, me parece, es la interrogante de la jornada: ¿le dará el electorado un impulso a la personalización de la política o le pondrá un alto a esa política que se eleva por encima de los partidos, las ideologías y las reglas para imponer su voluntad sublime? ¿Podrá recuperarse la policromía regional de nuestra política para empatar la diversidad con la representación? ¿Será posible insertar razones distintas a la suya en los espacios legislativos o seguirá el Congreso sirviendo como sello del capricho?

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