Regreso de votar y no sé lo que ya sabes tú, desde anoche. Escribo desde el remoto pasado de ayer. No conozco cómo se ha pintado la nueva Cámara de Diputados, quién será mi alcalde, cómo se rearmará la política del país con las nuevas gubernaturas. Pero desde este distante pasado, me atrevo a adelantar algo. Quienes hicimos cola para votar, los vecinos que nos recibieron amablemente para darnos las papeletas y que habrán contado nuestros votos formamos un mosaico que no corresponde a la brutal simplificación de nuestro pleito diario. Es suficiente abrir los ojos y estar dispuestos a ver para reconocer que el país no se comprime en esa lógica binaria. Abrir los ojos nos lleva de inmediato a contrastar lo que observamos con el cuadro que se nos ha impuesto desde hace tres años. En la fila que avanza poco a poco, pueden intuirse muchas visiones del país. Los electores no visten uniforme. Son perceptibles las distintas generaciones que se entreveran en la línea y que llevan a la urna distintas emociones y distintos juicios. Se escuchan también acentos diferentes que anuncian experiencias peculiares de la nación.
¿Quién, que abra los ojos, puede decir que solamente hay una manera razonable de votar? ¿Quién, que escuche los saludos entre los vecinos, puede repetir que el único patriotismo es el que se inclina políticamente por su opción? ¿Quién se atreve a llamar traidor al otro? ¿Quién está dispuesto a llamar extranjero a quien no comparte su diagnóstico? ¿Es un marciano quien llega a otra conclusión al votar? ¿Y quién podría sermonearnos diciendo que el otro es un ignorante porque insiste en respaldar su propia ruina? El voto desmonta cualquier ilusión de unanimidad, y si queremos decir que expresa la voz del pueblo, será cierto a condición de que entendamos que esa voz dice sí y no al mismo tiempo. En esa voz está la expresión de quienes conforman mayoría y de la quienes son minoría. Tan pueblo la una como la otra.
Lo que escuchamos de los polos que imponen el cuento de que existe una sola legitimidad es negación de la experiencia electoral que hemos vivido. No ven lo que sucede en el hilo de votantes de la casilla, no reconocen el complejo caldo de votos. Su ceguera es el impuesto que la ideología le cobra a lo evidente. El discurso populista excluye del pueblo verdadero a quienes no piensan como el líder. El pueblo será visto como el gran motor de la política, pero no todos forman realmente parte de él. Por eso los votos de los enemigos son descritos como desechos del pasado y como instrumentos de una complicidad aberrante. No es tan distinta la ceguera del polo contrario. La razón es una y no tiene más desembocadura que el castigo al nuevo régimen. Quienes voten por la opción gubernamental serán masoquistas, ignorantes, muñequitos manipulados por un tirano, personas de otro planeta.
No soy crédulo: todo indica que la ruta polarizadora se impondrá. Querrán decirnos que hay unos votos legítimos y unos votos sucios; que hay votos de esperanza y votos del miedo; que hay sufragios libres y sufragios de sumisión; que hay votos de razón y votos de resentimiento. Pero la maravilla del voto no es solamente la igualdad, sino el anonimato. Por una parte, todos los votos cuentan lo mismo, por la otra, ningún voto declara su origen. Al caer en la panza de la urna, el voto se desprende su autor y se despega de su intención: se vuelve dato. Nos ordena una sola cosa: ser contado.
Al abrir los ojos confirmamos que el Instituto Nacional Electoral, esa institución ejemplar que se nutre cada tres años con la generosidad de nuestros vecinos, es un patrimonio común que no puede ser víctima de las manías. No es un órgano de ellos, sino nuestro. Haber estado atentos a los distintos tiempos de la ceremonia electoral nos permitiría darnos cuenta que la polarización podrá haber sido eficaz, pero es una brutal falsificación de la pluralidad. Y, como vimos al esperar nuestro turno para votar, nos daremos cuenta que la democracia podrá producir mayorías, pero no puede tener dueño.