Personajes como el que describiremos en este relato son modelos estereotipados que existen o han existido seguramente en diversos tiempos y lugares de nuestra localidad o de otras del país, o inclusive, de otros países, con características similares u homologadas.
En nuestra vivencia nos ubicaremos en los años 50″s, en la Colonia Industrial de León, Guanajuato, en la calle que tuvo el nombre de Acámbaro y que luego, en memoria de un Obispo local, se le modificó a “Emeterio Valverde y Téllez”.
Esta calle significaba el límite de la ciudad y marcaba la carretera de la salida a Lagos de Moreno, Jalisco, o bien, la entrada a León.
Durante un tiempo pudimos observar que a cada lado de dicha calle antes de cruzar con la San Miguel de Allende, había todavía vestigios de lo que fuera un Arco Triunfal muy de la época, de cantera rosa; quedaban las columnas con los dinteles y las bases.
Precisamente, junto a una de las bases de las columnas, en la acera norte, junto a la malla ciclónica que delimitaba un taller mecánico que a la fecha existe, entonces propiedad de un señor de nombre Eulogio Gutiérrez, por cierto de muy mal carácter y sumamente agresivo, y ahora creo lo ocupan sus hijos, se instaló una caseta de tablones de madera, pintada de azul por el exterior, de unos dos por dos metros, con una puerta de ingreso al costado, y una como ventana abatible que se abría por dentro de la parte media hacia arriba donde se sostenía como medio techo al exterior. Allí se encontraba un señor que para nuestra niñez nos parecía viejito, aunque no tuviera ni 60 años; ese era Don Cirilo; llegaba todas las mañanas como a las 9 am, bajaba caminando del rumbo de la naciente Colonia Piletas y por la tarde antes de que oscureciera cerraba su caseta.
Allí vendía todo tipo de golosinas, dulces, pan, chicles, chiclosos, mazapanes, chocolates, bolsitas con palomitas dulces o saladas, bombones, gelatinas y flanecitos; cajeta, jamoncillos de dos colores, cocadas amarillas y blancas, alfajor de coco, paletas y dulces sueltos de varias marcas y clases; galletas Marías, embetunadas, con grajeas o alegrías, de animalitos, mexicanas, de nieve, canelitas, etc., la mayoría de los productos para delicia de los niños de tres o cuatro manzanas a la redonda.
También vendía cigarros y cerillos para los adultos, hojas para rasurar sueltas, algunas baterías de diversos tamaños para radios de transistores o lámparas de mano; y por las mañanas como hasta las 11 o 12 horas, tenía los periódicos del día.
Nuestros padres, cuando nos buscaban en la calle, siempre por default, volteaban a esa caseta o iban a buscarnos con don Cirilo y sí muchas veces allí nos encontraban gastando nuestro “domingo” que variaba entre 30 a 50 centavos.
Recuerdo los bolillos que rellenaba con dulce de jamoncillos de dos colores, o con barritas de cajeta de membrillo o de guayaba.
No supimos porqué motivo ya no le permitieron a don Cirilo seguir con su caseta en ese lugar; un día sólo vimos que ya la habían desmontado. A la semana siguiente apareció en la mera esquina de mi casa, en la calle Valverde y Téllez y calle Cuitzeo, pero ya con una especie de media caseta ambulante con ruedas que traía empujando él o con la ayuda de alguno de sus hijos mayores y se colocaba en la banqueta de esa esquina junto a un árbol. Allí continuó algunos años; mientras la mayoría de su clientela infantil como nosotros ya habíamos crecido y venían nuevas generaciones de infantes a comprar sus delicias. Sin embargo, un día ya no llegó el carro con su media caseta y nunca más volvimos a verlo. La gente del barrio comentaba que se había enfermado, otros que lo habían atropellado.
Seguramente los amables lectores por los rumbos donde transcurrió su niñez, conocieron a varios “Cirilos” o cualesquier otro nombre de personajes a los cuales acudieron por sus dulces, confitería y golosinas; los habría por San Miguel, por el Coecillo, por La Garita, por Bellavista, por Chapalita, por San Antonio y muchas colonias más de aquella época.