Recordar personajes urbanos de antaño de una ciudad como la nuestra nos reconforta, inspira y despierta nuestra nostalgia, pero enriquece la memoria de añejas costumbres y formas de socialización que ya no volverán.
Así, retorno a referirme en estas páginas con la venia del editor, a otras personas que no he olvidado desde niño por la significación de su actividad que era necesaria y demandada en su tiempo por diversas zonas de la ciudad, me refiero a Las Lecheras. En aquellos años a mediados del siglo pasado en algunas colonias, la forma de surtirse de leche era en algunas casas o en puestos de los mercaditos improvisados en las calles.
En nuestro caso, por el rumbo de la Colonia Industrial, específicamente por la calle Romita donde se ubica la Parroquia del Espíritu Santo, primero entre la calle Irapuato y Salamanca, y después, precisamente al lado del Templo mencionado, durante aquellos años instaló en su casa una lechería una Señora a la que conocíamos como “Doña Chona”, no sé si porque su nombre sería María Asunción o María Encarnación, pero su popularidad era conocida sólo por ese nombre.
En las mañanas y en las tardes-noches, poco antes de oscurecer, Doña Chona vendía leche de tres tipos: leche cruda o llamada “leche bronca”; y leche hervida, ambas de vaca; y a veces cada tercer día también “leche de cabra”; complementariamente, vendía las natas que recolectaba de la leche hervida.
Cuando se ubicaba en una casa por la calle Romita antes de la esquina con la calle Salamanca, por las tardes yo trabajaba en un taller de fabricación de calzado propiedad de Don Guadalupe Amézquita, como ayudante aprendiz de pespuntador, y su barda colindaba con la casa de doña Chona y desde allí podía ver que le llegaban los botes de leche, seguramente de algún establo de la periferia, y los vaciaba con la ayuda de sus hijas, en unas tinas de lámina resplandecientes de limpias y colocaban unas “mantas de cielo”, así le llamaban a unas como sábanas blancas, y sobre ella decantaban la leche para eliminar los posibles residuos.
Luego una parte, en unas estufas de petróleo, la hervían en unas ollas como peroles grandes. Esa leche hervida, la dejaban reposar un tiempo, mientras se enfriaba y luego la vaciaban nuevamente a la tina con la “manta de cielo” donde se filtraba y quedaba la nata, la cual después vaciaban en unas cubetas chicas, para de ahí servirlas.
Esas natas, yo las esperaba con ansia, pues por la misma barda, les compraba un vaso grande, y luego, compraba pan de con el señor Rocha en la calle Irapuato (por cierto, luego se incendió), o con el señor Ascencio en la calle Salamanca, directo del horno (esta panadería subsiste en la esquina con calle Cuitzeo y se llama “León 400”, la atiende un hijo del señor Ascencio). Era un banquete para mí. Tenían como medidas para servir la leche unos botes con agarraderas, de un litro, de medio litro y de un cuarto de litro.
Había otras señoras que también expendían leche en la esquina de las calles Valverde y Téllez y San Miguel de Allende de nombres Tinita y María, conocidas como “las Garnica” por sus apellidos, muy amables y de un trato exquisito y con dulzura, tías de la Cultora de Belleza “Tachis” muy famosa ahora, por el Bulevar Campestre. Otras más que recuerdo vendían leche en el mercadito de la calle Silao, eran doña Chuyita y Doña Tula.
Una bonita actividad o comercio que cambió con la pasteurización y embotellado de la leche. Esa será otra historia.