México es el 10º país más poblado del mundo y el 14º en extensión geográfica, pero ya no estamos entre las 15 economías más grandes. A diferencia de lo que se afirma, no tenemos un problema de crecimiento. Nuestro problema es que, teniendo abundante evidencia de qué ha funcionado en estados que han crecido a tasas asiáticas, nos empeñamos en hacer ubicuas las condiciones de estados del sur del país que llevan décadas estancados.
La firma del TLCAN cambió el potencial económico de México y nos ofreció una mejor ruta para desarrollarnos. Nos volvimos una potencia en tres décadas. Exportamos más manufacturas que el resto de América Latina sumada. A diferencia de nuestra región, nos alejamos de un modelo anacrónico basado en exportar materias primas, cuyo éxito depende de demanda china. Si bien éste permitió acelerado crecimiento durante su fase de industrialización, ahora lidiará con la desaceleración de una economía muy endeudada, con una descomunal burbuja en su mercado inmobiliario, y con una población vieja que pronto empezará a decrecer. Según el FMI, entre 2013 y 2018, 28% del crecimiento mundial provino de China. Esa economía creció 10.4% en promedio en la primera década del siglo, 7.7% en la segunda, y este año podría crecer menos que EU. Muchos expertos creen que para fines de esta década crecerá entre 1% y 2% al año.
Contra todo pronóstico, México es hoy el principal socio comercial de EU; rebasamos a China y Canadá. Nuestras empresas han probado ser competitivas con las asiáticas. Como dice Luis de la Calle, entre 2012 y 2018 aumentó el valor agregado (la suma de la nómina más las utilidades) en todos los sectores, excepto el de hidrocarburos (Pemex) y el de la generación de electricidad (CFE); esto se logró invirtiendo en maquinaria, equipo y tecnología; eso incluso permitió crecimiento sostenido en salarios reales.
Hace 10 años, muchos creíamos que la Reforma Energética detonaría inversión privada nacional y extranjera. Primero, porque vendría para desarrollar el enorme potencial de México en petróleo y gas de esquisto, en exploración y extracción petrolera en aguas profundas; desarrollaría nuestro gas, y resolvería cuellos de botella en almacenamiento, distribución y comercialización. La generación de energías limpias, abundantes y baratas sería el catalizador para atraer cadenas de valor que anhelaban cercanía física con EU. Parecía viable el sueño de la integración energética norteamericana, que aumentaría nuestro acceso al gas más barato del mundo, el de EU, permitiéndonos desarrollar el sur del país con nuevos gasoductos. Todo eso quedó atrás y hoy vivimos la amenaza inversa. La estatización de toda actividad energética -poniéndola en manos de empresas obsoletas, ineficientes, con estructuras laborales arcaicas, sin tecnología, descapitalizadas y endeudadas- elimina la posibilidad de que México crezca algún día. No exagero.
El entorno cambiará 180 grados. La economía mundial ha disfrutado de una política monetaria muy benigna todo este siglo. En EU, las tasas de interés de referencia pasaron de 6.5% (marzo, 2000) a 0%. La hoja de balance de la FED pasó de 890 mil millones de dólares en enero de 2008, a 9 millones de millones hoy. Tanta liquidez abarató el crédito, elevó los precios de todos los activos -inmuebles, acciones, arte-, engrosó cuentas de ahorro y fomentó consumo.
Viene un escenario complejo, de poco crecimiento global, en el que empresas y sectores tradicionales tendrán enormes desventajas compitiendo por recursos escasos con empresas de EU y Europa en sectores disruptivos -tecnología, biotecnología, ciencias de la salud- en los que México podría participar si acelerara su integración con Norteamérica, invirtiera en infraestructura moderna (no trenes y refinerías), respetara leyes y contratos, e invirtiera en educación.
La fase menguante de este sexenio será volátil y difícil, tanto por condiciones internas como externas. Nos saldrán caras la improvisación y las ocurrencias. Como dice Warren Buffet, cuando baje la marea veremos cuántos nadaban desnudos. Está bajando rápidamente.