Hay años que recordamos estrepitosamente breves; otros, agotadoramente largos: una percepción que depende, por supuesto, de las peripecias de cada quien. 2020 y 2021, los abrumadores tiempos de la pandemia, pudieron parecer desgarradoramente cortos para algunos -una especie de paréntesis vital e histórico- o amargamente lentos para otros -la incertidumbre y la inmovilidad que solo se prolongan-; en cualquier caso inverosímiles y únicos, imposibles ya de olvidar. 2022, en cambio, se abre desde sus primeros días como una era de pequeños avances y nuevos retrocesos; un año vaivén, un año hacia delante y hacia atrás, un año en staccato, un año acordeón.
El ritmo de la variante Ómicron del SARS-CoV-2, que apenas empezamos a vislumbrar, marca ya sus primeras semanas y, con la ansiedad de que no surja una cepa más agresiva, nos condena a este angustiante toma y daca: su enloquecida virulencia amenaza con contagiar a la mitad de la población del planeta -si no es que más- en el curso de las siguientes semanas. Hartos ya de encierros y restricciones, gobiernos y ciudadanos se muestran dispuestos a tolerar el contagio. Lo que vemos entonces, en todas partes, es este macabro juego de idas y venidas: nuestras instituciones -escuelas y universidades, fábricas y oficinas, cines y teatros- funcionan mientras el contagio en sus equipos lo permite. La tendencia es a abrir y cerrar y volver a abrir con quienes ya se han recuperado: toda regularidad se torna efímera.
Los hospitales, por desgracia, apenas toleran estas vueltas: como empieza a verse en Europa y Estados Unidos, el personal de salud contagiado provoca colapsos no solo en la atención del COVID, sino en la de cualquier otra enfermedad: nuestro año acordeón, en apariencia más benigno, no dejará entonces de cobrarse vidas, a corto y largo plazo.
Si la primera ola de la pandemia nos sorprendió por completo, esta ha vuelto a hacerlo: apenas dos meses atrás, Ómicron daba sus pinitos en Sudáfrica y hoy prevalece por doquier. Imposible adaptarse a esta rapidez: de allí que nuestros políticos, de por sí centrados solo en su propia popularidad, tampoco sepan qué hacer. No estamos viendo, por lo pronto, el egoísmo y la torpeza exacerbados del principio, sino una estulticia digamos cotidiana: ya no es tanto la batalla por los tapabocas o las vacunas como la terca necesidad de decir que, al ser más leve Ómicron, todo va a ir siempre bien.
Lo más peligroso es que, en este subibaja, cuando nada es seguro ni permanente, todo parece permitido: y no me refiero solo a salir a contagiarse con descaro o a dar conferencias de prensa infectado con el virus, sino a deslizar cualquier ocurrencia, cualquier experimento improvisado, a ver si llega a funcionar. En medio del pasmo ciudadano -de los millones de contagios diarios- y de su distracción, nuestros hombres de poder intentan aprovecharse de la situación, que ahora sí les llega como anillo al dedo: sea para amagar aún más a adversarios e instituciones autónomas, aquí, o para amenazar con una invasión, allá, todo se torna posible. Si, en el mejor de los casos la mitad de la población está solo preocupada por sus dolores de cabeza, su tos y su carraspera, y sobre todo con no empeorar, ¿qué más da lo que hagan esos irresponsables allá afuera?
Vivimos, otra vez, tiempos peligrosos. No solo porque en realidad no tenemos la menor idea de qué va a pasar con Ómicron -si en algún momento se estabilizará, si se volverá endémica, si viviremos grandes olas de contagios varias veces al año, como con la influenza, o si, en el peor escenario, aparecerá una variante más agresiva-, sino porque en este año de acelerar y frenar, la frustración, privada y pública, puede ser incluso mayor a la de los años previos, que de por sí carga a cuestas. Una era, pues, donde planear se torna casi imposible y donde cualquier idea de futuro inmediato se asemeja a un papel arrugado: estemos atentos, pues, vigilemos a nuestros políticos como nunca y no nos dejemos adormecer por el exasperante ritmo de este año acordeón.