Mil novecientos treinta y ocho. Alemania concentra sus tropas en la frontera con Checoslovaquia -la nación centroeuropea surgida a consecuencia de la disolución del Imperio Austrohúngaro tras la Primera Guerra Mundial-, amenazando con la conquista de los Sudetes. La justificación: defender a la mayoría germanófila de la región y extender su zona de influencia. 2022. Rusia concentra sus tropas en la frontera con Ucrania -la nación de Europa del Este surgida a consecuencia de la disolución de la URSS tras el final de la Guerra Fría-, amenazando con la conquista de las regiones de Donetsk y Lugansk. La justificación: defender a la mayoría rusófona y extender su zona de influencia, impidiendo la entrada en la OTAN de las antiguas repúblicas soviéticas.

Observadas así, sin precisiones ni matices, las dos situaciones podrían parecer copias: dos imperios derrotados -el Reich alemán y la Unión Soviética-, que debieron aceptar condiciones humillantes por parte de los vencedores y que, tras años de recomposición y rearme, deciden recuperar lo que, piensan, siempre les perteneció. En el primer caso, sabemos bien lo que ocurrió: en octubre de 1938, tras la firma de los Acuerdos de Múnich firmados por Hitler, Mussolini, Daladier y Chamberlain, Hitler ocupó los Sudetes, el segundo gran paso en su carrera expansionista -poco antes había logrado la anexión de Austria- que culminaría con la invasión a Polonia en 1939, desencadenando la Segunda Guerra Mundial.

En el presente, Vladímir Putin ya ha logrado algo semejante: la anexión de Crimea -otro territorio rusófono- y el control militar de las llamadas Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk, y en estos días amenaza con una invasión en toda regla de Ucrania, sea para colocar un gobierno títere -como filtraron los servicios de inteligencia británicos-, sea para ocupar otras partes de su territorio e impedir su integración en la Alianza Atlántica. Sus razones parecen, de nuevo, equivalentes a las de Hitler: preservar el control de una zona que siempre ha sido parte de su esfera de influencia y que Estados Unidos -y, en menor medida, Europa- han querido arrebatarle.

En este impasse, ha vuelto a emplearse el término apaciguamiento: la estrategia adoptada por el primer ministro inglés Neville Chamberlain con el objetivo de impedir la guerra y que ahora algunos promueven -en particular en Alemania- a fin de evitar la invasión rusa. En el juego de la geopolítica, la pregunta es si las posibles concesiones de Estados Unidos y sus aliados europeos a Rusia, por otro lado fuertemente divididos y recelosos entre sí como en 1938, solo conseguirán ganar un poco de tiempo frente a un conflicto inminente.

El estreno en estas semanas de la película británica Múnich. En vísperas de una guerra (2021) -en la estirpe de la más pura propaganda nacionalista-, resulta pues de una actualidad inédita. Durante los años posteriores a la Segunda Guerra, Chamberlain fue idénticamente atacado por los laboristas y los conservadores británicos: para los primeros, el apaciguamiento fue una concesión humillante que no detuvo la guerra; para los segundos, encabezados por Winston Churchill -su sucesor en Downing Street-, una pérdida de tiempo que alimentó aún más las ansias expansionistas de Hitler.

Siguiendo otros intentos revisionistas, Múnich. En vísperas de una guerra se esfuerza al máximo por reivindicar a Chamberlain -interpretado por un mortecino Jeremy Irons-: en vez de que el apaciguamiento haya sido una vergonzosa sumisión a Hitler -en Múnich ni siquiera participaron los checoslovacos- y haya dado tiempo al rearme alemán, es descrito como una brillante táctica para permitir el rearme británico. No deja de ser curioso cómo hoy este lugar lo ocupa, justamente, Alemania.

¿En verdad aprenderemos alguna vez de la historia? ¿Habrá en el futuro una película que intente condenar -o reivindicar- las decisiones que hoy toman Putin, Biden, Scholz, Macron o Johnson -como en 1938, a nadie parece importarle la opinión de los ucranianos- ante lo que hoy luce como una guerra irremediable?

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