Cuando se encontró el cuerpo sin vida de la activista Digna Ochoa el 19 de octubre de 2001 en su despacho de la colonia Roma, ni yo ni nadie teníamos duda de que había sido asesinada. “Todo homicidio”, escribí el 25 de octubre, es “una tragedia humana que el Estado tiene obligación de tratar de prevenir o castigar. La muerte de Digna Ochoa tiene una trascendencia mayor por el trabajo que esta realizaba en defensa de los derechos de los más desprotegidos. y por el hecho de que fue objeto de amenazas muy claras [.] desoídas por la autoridad”. No faltó quien culpara al Ejército, al Estado o directamente al gobierno de Vicente Fox. “¿Y ahora qué, señor presidente?”, preguntó públicamente el escritor portugués José Saramago.
La muerte de Ochoa ponía en entredicho las afirmaciones de Fox de que la violencia contra defensores de los derechos humanos había desaparecido al terminar los gobiernos del PRI. Fox tomó la sana decisión de que la Procuraduría General de la República, que encabezaba entonces el general Rafael Macedo de la Concha, no atrajera la investigación. Esta quedó en manos de la Procuraduría del Distrito Federal del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, cuyo procurador, Bernardo Bátiz, declaró el 20 de octubre que el homicidio tenía “tintes políticos”.
La investigación la condujo primero Álvaro Arceo Corcuera, quien era subprocurador de averiguaciones previas, pero fue reemplazado el 10 de diciembre de 2001 por Renato Sales Heredia, quien sorprendió en junio de 2002 cuando presentó conclusiones que señalaban que Digna se había suicidado. Días después presentó su renuncia, para aliviar la presión política que se desató sobre Bátiz, pero este decidió mantenerlo en el cargo, aunque le quitó el caso de Digna. Yo sostuve mi posición. El 3 de julio de 2002 declaré en esta columna: “No fue suicidio”. Ochoa tenía dos balazos, uno en la pierna y el otro en la cabeza. Un suicidio era impensable.
Bátiz pidió a tres personajes favoritos de la izquierda, Rosario Ibarra de Piedra, Miguel Ángel Granados Chapa y Magdalena Gómez, que recomendaran a un nuevo investigador. Propusieron a Margarita Guerra, a quien el procurador nombró fiscal especial en agosto de 2002. Casi un año después, en julio de 2003, dio a conocer sus resultados, ratificando la conclusión del suicidio.
Al contrario que en otros países, en México no se permite a los ciudadanos que no son parte de una investigación el acceso a los expedientes. Conocemos, sin embargo, las razones que convencieron a Sales y a Guerra: la puerta del despacho no fue forzada, no había señales de lucha en el interior, no había huellas digitales, ni cabellos, ni marcas de zapato, a pesar de que había polvo blanco regado en el piso. “El homicida tendría que haber flotado para no dejar huella”, me dijo entonces un investigador. El estudio pericial señalaba, además, que Ochoa se había disparado a sí misma.
Quizá hubo irregularidades y errores en la investigación. No sería la primera vez. Me parece sano que se reabra el caso, ahora por el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; pero los hechos no siempre se ajustan a lo políticamente conveniente.
Bátiz pudo haber mantenido entonces la investigación abierta para no generarse problemas o pudo culpar a un inocente. Optó por una decisión valiente: reconocer que dos investigadores capaces llegaron a la misma conclusión, que Digna se había suicidado.
Ni un quinto
El exgobernador de Baja California Jaime Bonilla declaró que no le daría “ni un quinto partido por la mitad” a Lourdes Maldonado, pero esta le ganó un largo litigio laboral. Días después fue asesinada. Su homicidio y el del fotógrafo Margarito Esquivel generan una crisis en el gobierno de Marina del Pilar Ávila, quien ha nombrado a un fiscal especial.